14.12.09







Azul Zanzíbar. Junio. 2009.
África: un millón de años de soledad

Escribir de África en bloque, sería cometer el mismo error de quienes explican Latinoamérica con un mismo rasero. Los problemas inician desde el nombre: África significa lugar sin frío, y en este continente hay lugares verdaderamente helados. Lo propio sucede con América Latina: no en todos los países la lengua oficial proviene del latín. Salvando las faltas de lenguaje, lo que sigue es una obviedad: sólo puede escribirse de las particularidades de una región. Aunque se sabe que las situaciones locales son una metáfora de la historia universal, también marcan su diferencia: una metáfora no es la cosa misma. En mi caso, me ha tocado vivir en Kenia y esto impulsó reflexionar y estudiar África del Este. Kenia se encuentra en lo que se conoce como la Región de los Lagos, fue fundada por 42 tribus, provenientes de África occidental y de la cuenca del Nilo. Su población es producto de lo que fue la colonia inglesa: diversas tribus que conviven con una población minoritaria de ascendencia británica y una importante población de hindúes traídos hace más de un siglo para realizar trabajos forzados. Región multicultural enriquecida por su cercanía con la península arábiga, el corredor terrestre hacia Egipto y el marítimo hacia la India. El mundo árabe, el hindú, el occidental y el tribal conforman un país diverso y fascinante. Si nos viésemos en este espejo, acaso el aislamiento de México entre dos mares es una metáfora de su suerte: no ha sido una sociedad abierta. El único intercambio de civilizaciones se llevó a cabo bajo la égida de una conquista; más cercano a la imposición que al libre comercio de bienes y de ideas. Característica, quizá, de viejo cuño: la cultura Mesoamericana fue una sola civilización. Hoy día, el “choque” de culturas es evidente, nos tocará ver cómo lo resuelve México en el contexto de países y regiones acostumbradas a convivir con la diferencia.
En Kenia, el intercambio cultural se mueve al ritmo de su temperamento. La sociología ha equiparado a las sociedades con los cuerpos; así cada localidad es un cuerpo social con una edad y un carácter propios. Kenia no es la excepción: en lo que toca a la influencia de la cultura occidental, ésta avanza a ritmo lento y se encuentra en plena niñez. Sirva como ejemplo la ocasión en que asistí a la première de la primera película de ciencia ficción de Kenia. La profunda emoción ante lo que sucede por vez primera en una comunidad, parecida al primer paseo en bicicleta o al primer beso, fue más intensa cuando recordé el momento en que un amigo keniano me contó la primera vez que tuvo un encendedor en sus manos y los ensayos fallidos para encenderlo. Su fascinación al contarlo, como infatuado por el fuego, me remitió a aquella tarde lejana en que frente al pelotón de fusilamiento el Coronel Aureliano Buendía había de recordar la ocasión en que su padre lo llevó a conocer el hielo.
La película era de tema apocalíptico. Comprendí que desde Juan de Patmos a las versiones de guerra nuclear, cada cultura enriquece los temas que han obsesionado a Occidente, siendo la película una variación más del finis terra. Variación que no deja de marcar una diferencia, pues no hay un ritmo universal de la historia. Si la cultura occidental “penetra” en África del Este, esto pasa por un tamiz de compleja transfiguración. Contra el manido discurso de una globalización que homogeniza las culturas; lo que sucede en Kenia muestra que la globalización se humaniza en las culturas. En México prevalecía la idea de haber imitado las reglas de Occidente sin adaptarlas a nuestra realidad, Antonio Caso denominó este fenómeno “imitación irreflexiva”. Viendo este argumento desde la privilegiada perspectiva en que nos encontramos, sabemos que es empíricamente imposible imitar sin alterar. Incluso a nivel legislativo: si adoptamos leyes de Francia y Estados Unidos, éstas tuvieron que ser traducidas, y toda traducción, reza el conocido retruécano, es una traición, traduttore traditore. En esta lógica, Kenia siempre tendrá una visión única al acercarse a los principios de Occidente. No es casualidad que el Apocalipsis trate de una sequía que devasta la naturaleza y de una mujer que se sacrifica para salvarla. La relación de las tribus kenianas con la naturaleza ha sido un tema vital. La religión animista se funda precisamente en una concepción sagrada del ambiente y del paisaje; y la mujer, como en muchas culturas, es símbolo de fertilidad y salvación.
El discurso desarrollista consideraba que las naciones tendrían que pasar por diversas etapas a fin de alcanzar la riqueza. Hoy día, en ejemplos anodinos, se puede mostrar que el movimiento de las culturas es veleidoso. Una vez más me viene a la mente un dato sorprendente: gran parte de la población de Kenia tiene teléfono móvil, sin embargo un alto porcentaje no conoció el teléfono domiciliario. Lo mismo sucede con el Internet, desde su origen fue inalámbrico, no hubo red por cable. Extremando la idea, algún día una nación de África llegará a un planeta lejano sin haber explorado la Luna, ni haber enviado perros y simios de avanzada. Así de volátil, saltimbanqui, es la Historia. El hecho de que algunas situaciones sucedan por primera vez con respecto a Occidente, no debe remitirnos a la idea de retraso. Tampoco puede acusarse a la cultura occidental de atrasada y a la africana de progresista porque esta última se “adelantó” a los fenómenos occidentales: las tribus y el nomadismo empiezan a tener fuerza en la teoría y en las socialidades posmodernas de Occidente. El sociólogo francés, Michel Maffesoli, describe el surgimiento de grupos sociales que se conducen a la manera de las tribus ancestrales. Regreso al primitivismo que acaso nos indica que no hay progreso que valga, que el tiempo no es lineal sino cíclico, y cada vuelta habrá una pequeña inflexión haciendo la circunstancia de una espiral, causante de que no haya un eterno retorno sino un regreso distinto.
Octavio Paz solía decir que su primer viaje a España sirvió para reencontrarse, se afirmó como mexicano ante la diferencia y como occidental frente a las afinidades con el Viejo Continente. Poco se ha dicho de la otra fuente donde abrevaron nuestros orígenes, nuestra tercera raíz, la africana; y menos se ha dicho de los personajes históricos de origen africano, como Morelos y Pavón, por citar un ejemplo. Curiosas omisiones. La cultura del África Subsahariana nos ayuda a comprender ciertos rasgos de México. Por señalar tan solo una analogía, la tradición ancestral del canto y el teatro africanos se resuelven en la teatralidad y los ritmos musicales de América Latina. Hoy día que el intercambio cultural entre ambas regiones es mayor, se han descubierto más influencias. Recuerdo la ocasión en que una banda musical de Colombia ofreció un concierto en la escuela de música de Kenia y la sorpresa que se llevó al saber que su base rítmica corresponde al de ciertas tribus africanas. No cabe duda que mucho queda por saber en lo tocante a la herencia de África en México. No podemos complacernos con la interpretación de la identidad mexicana fundada en la fusión de sólo dos mundos.




Textos y contextos
¿Si no viviese en África, igual me interesaría en escribir un Bestiario, como lo intento ahora? Eterna discusión: ¿quién gobierna, el texto o el contexto? Los defensores del texto suelen sustentar su posición barajando grandes escritores que tuvieron una vida prácticamente doméstica y lograron escribir obras de valor universal, el epítome de este argumento es Julio Verne, escritor de una saga de viajes submarinos y espaciales que apenas salió de su tierra natal, Nantes. Puedo imaginar tal defensoría con una voz grave que remata: “La fuerza de la imaginación es insondable”. La contraparte, casi siempre la acusada, hace lo propio en sentido inverso: si Hemingway no hubiese visitado Nairobi, Machakos y Mombasa, Las nieves del Kilimanjaro no habrían pasado a la historia de la literatura; y seguramente lo dirían con la misma voz en cuello que sus detractores. No tomo partido: la misma palabra, partido, implica quebrarse, y estoy a favor de una visión incluyente y complicada. Por demás, se sabe que la literatura se mueve en corrientes subterráneas, jamás sabremos el motivo de una circunstancia literaria. Incluso cuando se han sospechado las causas que la inhiben, resulta que nada la intimida y aparece un oficinista de oficio traductor de facturas mercantiles y acomodador de libros, de apellido Pessoa, diciéndonos que la poesía no salva la vida pero sí el vivir. Su ejemplo enseña que en cualquier vida la poesía es vivible.




Julio Vertazar
Una posición menos radical, y acaso más atinada, tomaría dos títulos clásicos de la literatura y los volvería uno: La vuelta al mundo en ochenta días, de Verne, y La vuelta al día en ochenta mundos, de Cortázar. Títulos tan similares como antagónicos. Uno invita a recorrer el mundo; el otro, a inventar mundos. Sin embargo, ambos tratan la realidad con la misma sencillez, enseñan que el misterio de la poesía, si tiene respuesta, seguramente es de tipo corriente. Qué odiosa la idea de que la literatura provenga de efluvios arcanos; no es así, ha de deberse a un asunto de mero trámite vivencial. Por demás, al compartir ambos autores el mismo nombre, el grado de dificultad para fusionarlos es menor. Así, a esta posición “incluyente” la llamaríamos, ya que está de moda asignar nombres a las teorías literarias ciñéndose siempre a los estatutos de la pedantería en turno: “Palanca Teórico-Metodológica Julio Vertazar; útil en el entendimiento de los misterios sencillos que encierra la literatura”.
Entre estas pequeñas coincidencias, aparece una mayor: los dos cuentan historias que se tramaron en África del Este. El globo de Verne inicia su recorrido en Zanzíbar, isla de Tanzania cerca del puerto de Mombasa, lugar donde Córtazar pasó un par de días que no fueron de balde: escribió “Los vientos alisios”, mismos que empujaron el vuelo del Victoria a través de África durante las Cinco semanas en globo, de Verne. Pareja de escritores seducida por el dulce aroma de los Alisios. Pero esta correspondencia, también los opone: Cortázar escribió navegando en barcazas con las velas infladas por las costas del Índico; Verne, al lado de una vela inflamada sobre la mesa de su estudio. Pero algo nos dice que Cortázar pudo haber escrito la impasibilidad de Fileas Fogg y Verne sobre las implicaciones de la “No materia”. Ambos son Julio Vertazar. No hay obra ni biografía que se explique en una sola dirección; así, los dos Julios se guiñan y se pican los ojos; velan por la misma causa o se rebelan. El mismo espíritu camaleónico que encuentra Cortázar en su admirado Keats, contienen a estos escritores, y acaso a todos los hombres. Uno no es el escritor de la experiencia y el otro el de la soledad. La fusión no es arbitraria: siempre han sido Julio Vertazar.




Sirva el siguiente poema, Juliovertazariano, para continuar el misterio sencillo de la literatura:






La cebra



A Juan José Arreola




Entre los félidos, la grupa de la cebra es la más preciada. Su cadera suculenta, la latiniza; sin que ningún joven de piropo la salve del asecho. Equivocó lugar, su natural era un juego de ajedrez o un recinto de azulejos bicolor para pasar inadvertida. Pero el caballo injusto la despojó de su casilla en el tablero. El sueño de la cebra es de pastizales blanquinegros. En la planicie de la estepa, ella es carne a la vista, la mujer de la discordia. Este muslo es mío. Tiene la nobleza del pichón, así que no hay que descartar experimentos de cebras mensajeras. ¡Hago un llamado a todos los colombicultores del mundo! Nunca se sabrá el color de fondo. No triunfa el color sino la mezcla, esta es su parte más latina.

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