23.6.10

Diario de África
Una temporada en Kenia



El primer baobab que vi.

Decía Ismael, el de Moby-Dick, que cuando un noviembre húmedo y lluvioso se posaba sobre él, cuando la melancolía invadía toda su piel, entonces, sólo entonces, se hacía a la mar. Miento, no dice que se hacía a la mar, sino que se daba al mar. Entre hacer y dar, me quedo con darse, entregarse al destino. Esta pasión vagabunda la padecemos algunos, mal de viajero que sólo se cura lanzándose al abismo. Así, un 16 de noviembre de 2008, invadido también por ese noviembre húmedo y lluvioso de Ismael, decidí darme a la estepa. Me fui a vivir a Nairobi, Kenya.



África del Este

Año y medio habité un país con un pie en la península arábiga, otro en su pasado colonial inglés y uno tercero en la magia ritual de sus tribus. Conocí la severidad de la existencia y la exhuberancia de la naturaleza. Idilio semejante a la caída del paraíso adánico, paraíso clausurado, paraíso perdido a fuerza de la escasez y una historia que no encuentra el rumbo de su identidad.

La historia de África, marcada por el intercambio cultural, motiva que nos preguntemos, insistentemente, ¿quiénes son los hombres del África Subsahariana? Acaso el mosaico tan disímil que conforman sus tribus; o una imposible copia de Occidente intentando a como sea una democracia auténtica; o el crisol de culturas que propicia la geografía de África del Este: el Mar Rojo y el Océano Índico han impulsado el paso de sultanes árabes, conquistadores ingleses, viejos exploradores de Portugal —en 1498 Vasco de Gama ancló en Mombasa y Malindi, en Mozambique se habría hecho pasar por musulmán. Diez años después, Mozambique se volvió colonia portuguesa y no se independizó sino hasta 1975— piratas milenarios que hoy día acechan embarcaciones en el estrecho de Mandeb, en Somalia; indios sikhs traídos durante la Colonia inglesa como mano de obra profesional pues la población africana no contaba con los conocimientos técnicos para construir vías férreas o administrar oficinas de gobierno. La única administración que los nativos conocían era la de la naturaleza, guardar el equilibrio. Este conocimiento se oponía a los planes del conquistador: no querían guardar el equilibrio sino alterarlo. Alteración que ha desembocado en una región verdaderamente revuelta. Mezcla que todavía no termina de asentarse. Quizá no termine, el aire de estos tiempos es precisamente el viento de las revueltas. Será labor nuestra tomar al vuelo los hechos, hechumbre esquiva y nebulosa para siempre.

¿Por qué hacerlo, por qué anotar mis vivencias de África? Apenas debía decirse: por salvarlas del olvido, vivirlas de nuevo —o revivirlas si es que están muriendo—, incluso para inventarlas, pues nada existe hasta que no se nombra, hasta que no se cuenta. Como las estrellas, allí están y no las sabremos sino hasta que alguien las descubre, las señala y les da un nombre. En este diario, lo vivido habrá de ser nombrado para cobrar existencia. Nacimiento de una modesta estrella que se suma al catálogo de las cosas de este siglo.

¿Por dónde comenzar? “Por el principio”, reza la expresión popular. ¿Puede haber principio cuando la realidad es simultánea, las cosas suceden a un tiempo y uno debe elegir cuál merece salvarse? De la oferta de eventos, se elige solo uno. Toda selección es exclusión. La memoria trabaja para el olvido, no es aliada del recuerdo, se olvidan tantas cosas y se recupera tan solo un puñado.

Difícil trabajo el del historiador, no lo es para quien escribe un diario. Un diario es una relación íntima de los hechos, se cuenta de acuerdo al orden misterioso que dicta nuestra sensibilidad. No hay un problema del método. No es casualidad que el escritor de diarios no tenga nombre propio. El de novelas es novelista, el de cuentos cuentista, ¿el de diarios? No hay palabra alguna porque no existe el perfil del escritor de diarios ni un esquema del desarrollo de la obra. El diarista es innombrable.

La palabra diarista no existe en español, es una vocablo portugués, se refiere a la persona que realiza labores de limpieza. Su uso corriente se asemeja a la labor del escritor de un diario: escruta su experiencia y hace una limpia de aquello que vale la pena decir, también le sirve al olvido. Al final de la jornada, el diarista se dispone a indagar lo sucedido durante el día, vuelve a sentir, se hunde en sí mismo y recupera de su nebulosa memoria una perla reluciente. La talla y humedece, le da brillo.

Regresamos: ¿Quiénes son los africanos del África Subsahariana? No responderemos, no importa quiénes son sino cómo están. No el ser sino el estar. Nuestro idioma, a diferencia de otros, marca una diferencia entre ser y estar, el primero invita a reflexionar, el segundo a ver y anotar. En el idioma inglés, to be reúne ambos sentidos, produciendo ambigüedades. Recuerdo que la frase “ser o no ser” de Hamlet causó problemas para su traducción al chino, tuvo que agregarse “ser o no ser caca”, pues la palabra ser a secas no invita sino a perderse en disquisiciones. El estar invita a nombrar el mundo tal como está. Esta ha sido mi intención, hacer un descripcionario de mis vicisitudes africanas.

(Como termine cada apartado, escribiré entre paréntesis la historia más entrañable entre África y yo, la de los baobabs, árboles enigmáticos y verdaderamente bellos. Inicio aquí.

Baobab I: Supe de los baobabs por vez primera cuado leí el cuento de El principito. El niño que habitaba el asteroide B612 tenía que podar los brotes de baobabs todas las mañanas, de lo contrario esos árboles enormes devorarían su pequeño, pequeñísimo planeta. La fuerza expresiva de las ilustraciones, con baobabs abarcando la superficie total del asteroide, me impresionó lo suficiente para tenerlas siempre en mentea. Entonces creía que era un árbol fantástico, en el doble sentido que damos a “fantástico”: algo imaginario y además formidable.)


Obama para los americanos

El 4 de noviembre de 2008 se realizaron elecciones presidenciales en Estados Unidos, ese mismo día se hicieron elecciones simuladas en Kogelo, población en la rivera del lago Victoria donde nació el padre de Barak Obama, las boletas electorales sólo tenían a Obama como candidato y la participación de los pobladores fue numerosa. No hace falta decir los resultados, la elección real fue ganada por mayoría y el simulacro de Kogelo por unanimidad, el Barak Obama de Kogelo había arrasado; tampoco las consecuencias, una tiene como presidente constitucional a Barak Obama y la otra sigue bajo el régimen de Mwai Kibaki.


Pinta en una barda en Nakuru, al oeste de Kenia.

Todo Kenia festejó la victoria de Obama. La sociedad tomó las calles y celebró día tras noche. A quienes recorríamos la ciudad, inundada de un entusiasmo singular y una inmensa variedad de recuerdos con motivos de Barak Obama, nos inquietaba una duda: ¿cuáles eran los motivos de la euforia? ¿Por qué se desbordaban de alegría incluso semanas después, si el triunfo de Obama era para los americanos? No hay manera de describir el espíritu jovial y enjundioso que se vivía en la vida cotidiana de esa África del Este, ni tampoco manera de encontrar una respuesta.

Quizás era la esperanza, la voz de la esperanza la que despertaba el gozo de los kenianos. Sólo que en este caso la esperanza estaba perdida desde el inicio: Obama no iba a liberar y a mejorar la situación de Kenia. Vanas esperanzas que aun así no apagaron el ánimo de la gente durante varias semanas. Hay quienes resistimos los días gracias a que no hemos perdido la esperanza, pero hay quienes resisten la vida porque saben conformarse incluso con una esperanza perdida. Más valen las falsas esperanzas a que no haya siquiera una esperanza falsa.

Kenia había tenido elecciones presidenciales a principios de 2008, fueron muy cuestionadas y desembocaron en eventos violentos muy trágicos. A finales de ese mismo año los estadounidenses también tenían elecciones. La coincidencia no era únicamente del mismo año, sino del mismo origen del candidato: Obama era a la vez keniano y americano. Esto autorizaba a Kenia a verse en el espejo de la mayor potencia del mundo. Uno de sus hijos se había convertido en el patriarca de una nación boyante. Obama no era para los kenianos. El hijo pródigo se había convertido en un prodigio.

Creo que por primera vez África sopesó en carne propia la diferencia que puede marcar un sistema o una nación en la formación y la realización de los seres humanos. Obama, de origen keniano, es y no es un africano. Tiene y no tiene el poder de mejorar las sociedades africanas. Es y no es hijo de Kogelo. Kenia vive esta misma tensión, saben que Barak Obama es y no es parte de ellos. Y esta carencia, combinada con la cercanía que da el derecho de sangre, hace que Kenia se mire en un espejo cuya imagen refleja la imposibilidad de poder seguir los pasos de su hijo, fue precisamente la orfandad de Obama la que lo formó. Toda África supo por fin que la madre patria pede destruir o salvar a los hijos de la nación, y que sus hijos no están condenados.

(Baobab II: A mi llegada a Nairobi intenté hacer un recorrido por las librerías y conocer la literatura del lugar. Allí encontré diversos libros sobre el baobab y, sobre todo, la ruta que tenía que seguir para poder contemplarlos de frente. Me enteré que en el parque Arboretum de Nairobi había dos baobabs pero que no valía la pena hacer la visita pues los árboles se encontraban en malas condiciones. Nairobi, una ciudad con gran altitud no favorece el buen crecimiento de estos árboles, había que ir a la costa o tierras mucho más bajas. Mombasa era la mejor opción.)

Serengueti

En noviembre de 2009, otro noviembre, viajé al Serengueti, región de la tribu Maasai Mara con la migración de animales más numerosa del mundo, millones emigran de Kenya a Tanzania y viceversa, según cambien las condiciones alimenticias del entorno. Migración espectacular que sorprende aún más cuando los animales franquean diversos peligros a fin de continuar su empecinado recorrido. Contemplar las hordas interminables —sobre todo de ñus—, en medio de una absoluta planicie parecida a la misma horizontal que guardan las desperdigadas acacias, invade de una profunda conmoción, temperada por la tranquilidad que proyecta un paisaje quieto y silencioso. No se sabe si esa calma viene de la experiencia ante la inmensidad, igual que frente al mar o al alzar la vista al cielo, o quizá de una sabia conclusión: estos animales, este paisaje, este sol crepuscular y esta lucha por la subsistencia han sido y seguirán siendo por los años de los años. Si nada alterará este orden, no habrá porque alterarse uno; sosiego, tranquilidad del alma.


Rebaño de ñus en estampida en el Serengueti, llegan a ser más de un millón.

Nos llena de una extraña tranquilidad que la vida se conduce del mismo modo desde siempre y que el siguiente día y todos los noviembres de Noviembre serán igual. Quietud acaso porque la naturaleza se organiza y se regula por sí misma. No hay mano del hombre, no hay poder humano que altere las cosas, si viviéramos allí nadie nos sorprendería con cualquier tipo de crisis. Crisis a causa de los hombres, claro. Riesgo cero frente al poder de la humanidad. Eterna repetición que se contrapone a la idea de progreso y de explotar y manipular la naturaleza. Causa quizá de la angustia que imperceptiblemente vivimos en nuestra tierra, temerosos del cambio sin fin. Sin fin porque nunca termina, sin fin porque no tiene sentido alguno.

Las hordas permanecían bajo el asecho constante de diversos depredadores, felinos de peso completo: chitas, leones, y uno que otro leopardo que las observaba desde lo alto de una acacia. Pocas acacias pueblan la estepa, a pesar de ser espinosas, no se salvan de ser devoradas por los herbívoros, sobre todo cuando apenas están creciendo y sus espinas no tienen la consistencia capaz de causar daño. Una acacia adulta es una gran sobreviviente, ha sobrevivido a elefantes y jirafas, su alimento preferido.

De Nairobi a tierra Maasai, domina en el paisaje una especie de acacia casi mística, a la que llaman “acacia silbante”, árbol endémico de África del Este. Sus espinas tienen forma caprichosa, igual a cascabeles con una punta larga sobresaliendo. Las hormigas habitan la parte esférica y la llenan de orificios. Cuando los vientos alisios o cualquier corriente de aire fricciona a su paso por los pasillos interiores, se produce una especie de silbido. De pronto, el silencio de la estepa emite un silbo parecido a la agitación que produce el viento previo a la tormenta. Salvo que aquí no habrá inclemencia, el ruido contrasta con la inmovilidad, con la estática de estos valles infinitos. Sólo frente a este paisaje se entiende el origen de la palabra infinito: tierra sin fin, finis terra. Ruido que no atormenta, adormece como una caricia en la cabellera espigada de un niño a punto del sueño.


Junto a la bella acacia amarilla.

Me sorprendió descubrir que los animales guardaban momentos de tregua, como si supieran que la cruel aventura de devorar unos a otros fuese meramente en extrema necesidad, en casos in extremis. En tiempos de paz es común ver manadas de venados y otros cérvidos en las cercanías de los felinos y bestias feroces; claro, siempre con cautela. No hay dolo al momento de declarar la guerra. Es el hambre lo que obliga lanzar las garras contra una grupa, de cebra, de ñu o de gacela. Violencia que a fuerza de no ser gratuita produjo en mí una noble comprensión hacia esa muerte sanguinolenta de animales inocentes.

La saciedad es una regla común en los depredadores. No cazan por placer, ni siquiera a fin de que ensayen sus cachorros. Necesidad biológica que los inclina, irremisiblemente, a la depredación. La tregua es sincera. Zarpazos, embestidas y colmillos ponzoñosos se hunden con la mayor economía, a la mesura debida.

En uno de los safaris, ocurrió que se plantó frente a mí una hiena. En lugar de atacar se echó sobre la tierra remojada y fresca. Creí que mi andar la asustaría o al menos la incomodaría. No fue así, permitió que estuviera cerca de ella y la contemplara el tiempo que quisiera, así lo hice mientras la hiena cambiaba de posición para refrescar otras partes de su cuerpo o simplemente jadeaba viendo de un lado a otro. Su movimiento y sus maneras hicieron sentirme frente a la presencia de un perro, sus ojos de odio reconcentrado me retuvieron de acariciar su lomo, salvándome de un posible ataque. Esta proximidad, y el lento pasar de los minutos, produjo momentos de asombrosa comunión. Durante algunos instantes la hiena y yo estábamos entrelazados por un inexplicable vínculo. Acaso el de ser ella un habitante más, como yo, de este mundo. Igualdad de estar vivos los dos en el mismo lugar y al mismo tiempo que me hermanó a ella como nunca me había sucedido con otros animales, con quienes también comparto, por supuesto, esta afinidad.

Son tantas las diferencias entre una hiena y el hombre que llegar a esta simpatía requiere de situaciones propiciatorias. El hecho de que estuviésemos los dos solos, en medio de una extensión de pastizales sin fin, favoreció que las difíciles afinidades salieran a flote. Comulgamos por fin. Hermandad con la naturaleza y con los animales que supongo todos hemos sentido alguna vez. Acaso una mañana especial en que creemos que el aire entre las ramas de los árboles nos dicen algo que comprendemos sin saber cómo ni por qué. Entendemos que hay un extraño lenguaje profundamente armonioso que por un segundo nos incluye y nos revela el misterio de la vida.


Hiena de frente a los ñus, serenguetti.


Fue allí, en ese preciso momento, que decidí escribir un libro de poemas a animales, Bestiario de África. El primero fue, precisamente, a la hiena:

La hiena

De cadera caída y de ánimos también: a veces tigre y otras perro carroñero. No encaja en los principios de la Estética. Nunca guarda cuadratura y se sale de cuadro. No alcanzará el rango de muñeco de peluche ni habrá globos a su estampa, siempre villana de telenovela. Con un colmillo salido, se ríe porque intuye que Natura no se equivoca. Su pelo arrebujado no es ninguna falencia: unos creemos que su fealdad, como casi todas, tiene un gato encerrado. Su no saber si león o coyote, su no saberse, ya es un encanto.

En evidente estado de alteración, hay quienes la bordan en telas de pijama y en chambritas para niños; los más ilustres, esbozan teoremas parecidos a las arengas de los demonólogos renacentistas sobre la belleza del diablo, abundan en ejemplos de exégesis posmoderna: que el poeta Jean Cocteau intuía este misterio en La bella y la bestia, a la Bestia la rodea un aura de Belleza. Ignorantes y doctos, de remate y medio locos, han sido una minoría que a lo largo de la historia se ha opuesto al canon universal de la belleza, fundados todos en el paradigma de la hiena.

(Baobab III: Proximamente)

Eros el africano

Durante mi estancia en el Serengueti visité las comunidades de la tribu Maasai Mara. Pueblo que vive en pequeñas congregaciones. No permite la sobrepoblación y cuando llegan a ser muy numerosos, una parte de la comunidad se desprende y funda una nueva aldea. El conjunto de chozas, bomas, traza la figura de un círculo, haciendo un cerco cerrado y formando así un patio central amplio. Las chozas son muy pequeñas, fabricadas con estiércol de ganado, la mayor parte del tiempo los habitantes la pasan a la intemperie. Mientras recorríamos el lugar, me desvié del grupo e intenté entrar a una de las chozas, de pronto el guía me detuvo y me advirtió que cuando hubiese una lanza clavada en el suelo justo a la entrada de la bomas, lo más prudente era no asomarse. La lanza clavada significa que un miembro de la tribu está teniendo relaciones con la mujer de esa casa y que no necesariamente es su esposa. Hombres y mujeres tienen relaciones sexuales de forma muy libre. La norma de la comunidad establece que para que un hombre y una mujer tengan encuentros eróticos se necesita únicamente el consentimiento de ambos, no más.

La monogamia es ajena a la cultura maasai, no sé siquiera si pudieran imaginarla como otra manera de vida. Al conversar con un miembro de la tribu y preguntar sobre el amor de pareja, me contestó que este existe, pero que es más importante la comunidad, la sobrevivencia del grupo, el amor a todos los miembros. Los Maasai no sólo pueden tener relaciones sexuales con cualquier miembro de la tribu, sino que pueden casarse con varias mujeres. La poligamia no excluye la vida con una pareja, o varias. Siendo acaso simplista, podría decirse que el amor y el sexo pueden convivir cuando se trata de la vida en pareja y estar separados cuando se tiene una relación de ocasión. En Occidente no podemos disociar sexo y amor: el erotismo adquiere carta de dignidad si se realiza con nuestra pareja, la cual es única. En el doble sentido de “única”: porque sólo es una y además es especial para nosotros, como ella no hay otra.

Este hábito sexual trajo a mi mente otras vivencias africanas, como aquella del sultán de Zanzíbar, en Tanzania, que tenía 64 mujeres; además mis lecturas de antropólogos, como Levi-Strauss describiendo las tribus amazónicas. Entendí en carne propia que la monogamia es un convencionalismo sexual. De la gama de posibilidades eróticas y amorosas, cada cultura elige en relación a su visión del mundo.


Mujer Massai.

Recordé algunos escritores que entienden la monogamia como una norma moral conveniente al sistema occidental. Bajo un régimen de libre empresa, el individuo compite con sus semejantes a fin de subsistir, el otro no es miembro de su comunidad ni se iguala a él, es más bien un rival que se debe rebasar a fin de obtener el éxito económico. La monogamia se acomoda muy bien a una sociedad que se organiza en torno a la propiedad privada. A fin de heredar la propiedad de los bienes es necesario asegurar el parentesco de los herederos, que sean verdaderamente de la misma sangre. Transmitir la propiedad a una descendencia legítima, sin que la paternidad sea dudosa, sólo puede lograrse bajo la estricta monogamia de la mujer.

Las prácticas rituales son un elemento de identidad del continente africano. El rito más extendido en la región del Este es el de iniciación. Los Maasai Mara, cuando inician a alguien en la edad de ser guerrero, a los 16 años, lo circuncidan al amanecer y lo recluyen mientras convalece. Se espera a que su cabello crezca y adornan con aves su cabeza; a partir de entonces se convierte en un guerrero. El rito de paso a la vida adulta es exactamente lo contrario, se cortan el cabello y entregan su panoplia como metáfora de que cambian las armas por la razón, la sabiduría.



¿Acaso Occidente ha dejado de ser ritualista? Es decir, nuestros actos no representan otra cosa? ¿Vivimos únicamente en el sentido directo y propio de la vida? ¿Un baile no es una metáfora que nos inicia en algo? Claro, somos, por mucho, una cultura ritual. Sólo que nuestros ritos son imperceptibles, como seguramente los ritos africanos lo son para ellos mismos. Es muy difícil que una cultura pueda verse completamente a sí misma, definirse por sí sola. En un sentido amplio, nuestros ritos cotidianos, como ir a tomar un café o pasear por un parque, son una metáfora de algo más profundo. Cada cual lo interpreta a su modo. Tomar café, para mí, es la alegoría de la reflexión y el auto examen; una caminata, de la mente que busca despejarse. Así como los ritos varían de una cultura a otra, también cambian de significado de una persona a otra. El rito toma en nuestras sociedades la forma de un rictus.

Los ritos que implican cirugías quirúrgicas, como la circuncisión y la infibulación (mutilación del clítoris) traen consigo bastantes riesgos. En particular, el triste caso de la mutilación de clítoris, común en la región que se conoce como el cuerno de África, a pocos kilómetros de donde estoy. Existe un número considerable de muertes a causa de la ablación de los genitales femeninos. Las operaciones se realizan sin uso de anestésicos y, lo que es peor, sin poder recurrir a antibióticos cuando se presenta alguna infección. La medicina tradicional no siempre basta para tratar a los convalecientes. Los Maasai cubren la herida con las hojas alargadas de una planta de la región, evocando con cánticos que sane pronto el iniciado.

Zanzíbar

Las semanas que estuve en la isla de Zanzíbar, Tanzania, conocí a algunos descendientes del famoso sultán Said de Zanzíbar y Omán y el palacio donde cohabitaba con sus 64 mujeres. No todas residían en palacio, las mayores vivían con sus hijos adultos en casas aledañas. La principal, única mujer con la que se casó, tenía un lugar predominante: no convivía con las demás concubinas, sólo con los hijos de éstas, con quienes desayunaba todos los días en compañía del sultán. El palacio se ha vuelto museo y allí encontré en venta el libro de Emily Ruete, Memorias de una princesa árabe, considerada la primera autobiografía escrita por una mujer árabe, en 1886. La princesa describe su vida en la corte de Zanzíbar y las vicisitudes que afrontó al huir con un comerciante alemán, embarcándose hacia Europa, convirtiéndose al cristianismo y aprendiendo a vivir una nueva vida en Hamburgo. Fue una bella coincidencia que aquellas semanas me hospedara junto a las ruinas del palacio Mtoni, donde nació la princesa Emily, o Salme en su nombre árabe. Los dos tuvimos al frente el mismo mar, el mismo azul Zanzíbar. Acaso los dos intuimos que la vida siempre está en otra parte. Aquí mismo pero en otra parte.


En una barcaza en el mar de Zanzíbar.


Además de ser un lugar verdaderamente idílico, fue el escenario donde se desplegó un sorprendente intercambio cultural entre Oriente, Occidente y África, uno de los sitios más emblemáticos en la historia intercultural de la humanidad. Árabes, indios, africanos, europeos, todos se daban cita en este magnético archipiélago. Era paso obligado por la ruta de las especias de la India, de la seda de Oriente, de la nuez moscada de Indonesia y, tristemente, donde se concentraba el tráfico de esclavos. Trata de negros que no fue prohibida en Zanzíbar sino hasta el siglo xix. Podemos imaginar, seis siglos atrás, el despliegue de un rico intercambio mercantil a la vera de batallas por el dominio de la región. Quien gobernara Zanzíbar tenía las llaves de la ciudad portuaria más importante de aquella época.

Caminar por la ciudad es caminar por las culturas, fusión que le da una identidad única. Sus calles estrechas, laberintosas y bulliciosas nos trasladan a otro tiempo. ¿Cuál? El de bucaneros, exploradores, piratas y sin duda, serios buscadores de otra vida. Solo un mexicano vive en esta isla, casado con una tanzana; o si se prefiere, dos mexicanos: él y su pequeño hijo. Me cuenta que llegó por azares del destino, buscando trabajo en los hoteles de alto turismo. Hablando de cosas únicas, esta isla es el único lugar en el mundo donde habita el mono colobo rojo de Zanzíbar. Al cual, justamente, escribí un poema de mi Bestiario:

El mono

Si llevara hojas de parra, así como cubren las partes del buen Adán, se las tragaría. Sin lavarlas, jamás lavará frutas y verduras. No medita en redondo y muerde a golpe las tetas de una changa. No alinea la caída de sus pelos ni da trato discreto a su cola serpentina. Cada miembro de su cuerpo se entrega a sus haberes. Sus meniscos se dan a la acrobacia sin guardar la gallardía. Se avienta en plena ostentación de desfiguro. Usa sus coyunturas a pierna suelta y presume lo mucho que se puede hacer con un par de brazos parecidos a los nuestros. En comunidades conservadoras, les ha dado por instruirlos en el garbo y buen vestir, los emperifollan de cabo a rabo; algunas incluso los obligan a clases de catecismo y alistan para su primera comunión. Empresa inútil: suelen arrancarse los ropajes y quitarse el tapaboca para mostrar un enorme bostezo con los hilos de baba que tanto repugna a quienes los corretean de nuevo para engomarles el pelo y ajustarles moño al cuello.


Faltaría un poema también a las tortugas gigantes de Zanzíbar.


Mientras daba una larga caminata por las callejuelas estrechas de la ciudad, un niño me salió al paso y me invitó a conocer la casa donde nació y vivió Freddy Mercury. No le creí pero me pareció una argucia tan rara que me dirigí adonde me decía. La fachada se encontraba tapizada de fotos de Freddy Mercury y de comentarios sobre su nacimiento y su vida en Zanzíbar. En efecto, allí había vivido el vocalista de Queen. Su padre era burócrata de la colonia inglesa y la familia era parsi, de la India.

No fue la única vez que supe de algunos artistas que habían tenido su residencia en esta región del Este de África. Incluso del paso de Julio Cortázar por Mombasa. Mi sorpresa se convirtió en una reflexión: solemos creer que se necesita llevar una vida totalmente occidental para sobresalir en nuestro oficio y nos resistimos a aceptar que se puede vivir en la periferia o en los extremos de Occidente sin que esto signifique estar marginado o excluido. Esta actitud centralista funciona igual cuando hablamos de México: se cree que la única manera de desarrollarse es yendo a vivir a la Ciudad México. Ese momento en Zaníbar me ayudó a tener una visión mucho más amplia sobre las experiencias de vida de los demás. Somos ciudadanos del mundo y cuesta aceptarlo; nos gana el localismo, los asuntos de diario en nuestra ciudad y no nos abrimos a comprender otras formas de vida y de entender la realidad. Limitación que nos puede costar mucho en la era de la hiper globalización.

Nairobi en llamas


El conflicto postelectoral.


El mismo año que llegué a Nairobi se habían asesinado a causa de un conflicto electoral más de 1500 personas. Las elecciones presidenciales estuvieron marcadas por prácticas fraudulentas. El conflicto llegó a su fin en febrero de 2008 cuando el presidente Kibaki y su opositor, Raila Odinga, formaron un gobierno de coalición. Hay que decirlo: la democracia se vuelve difícil en un país que ha sido fragmentado por la política colonial que ejerció Inglaterra, favoreciendo a la tribu Kikuyu y generando así un desequilibrio social, alentando el odio tribal. Este fenómeno es común en los países colonizados: el gobierno colonial toma por aliados a ciertos grupos y desestabiliza la armonía de fuerzas existente antes de su llegada. En el México colonial sucedió lo propio: en un primer momento, España privilegió a sus aliados. Sin embargo, los países colonizadores tienen una manera distinta de dirigirse a los países conquistados. Inglaterra no sembró el desarrollo en África del Este, fue una colonia que apostó por la explotación de los recursos, no por la organización social de los territorios en ultramar. España, pese a la crueldad de la conquista y el exterminio de la cultura Mesoamericana, una de las más ricas del mundo, intentó hacer la ciudad de Dios en la Nueva España. Las ideas de San Agustín de lograr una convivencia armoniosa y de las órdenes religiosas mendicantes a favor de incluir a los indígenas en la organización de la ciudad ayudaron, aunque magramente, a sembrar las semillas de una nación incluyente. Durante la colonia, en África del Este no se construyeron ciudades. Se erigieron fincas para cultivar té y café, se montaron plantas para tratar recursos naturales, no para garantizar el bien común. Extraño que los ingleses, padres de la libertad individual, subyugaran a sus colonias y que la Nueva España, hija de la contrarreforma y la dependencia jerárquica a la Iglesia y la Monarquía apoyaran ciertas libertades para los indios. Nunca será lo mismo haber sido conquistados por Inglaterra o Alemania que por España, quien por cierto vivía la efervescencia de sus siglos de oro. Nos conquistó en el esplendor de su cultura, apogeo que contagió, para bien o para mal, la vida de la Nueva España.

Después del conflicto electoral, la revista literaria Kwani? [¿Y entonces?] convocó a escritores kenianos a escribir sobre la tragedia postelectoral. Me impresionó tanto la participación de los intelectuales que me animé a traducir algunos poemas para publicarlos en México. Sin el apoyo de Duncan Onyaro no hubiese podido comprender las expresiones coloquiales y las referencias en lengua suajili. Cito uno de los poemas que más me gustó:

Kenia, en retrospectiva

Keguro Macharia

1.

En retrospectiva

Habría sido:

2.

El censo se ha hecho en las localidades de Kenia

ya tenemos

el conteo de los cuerpos

Ayer el profesor expuso

la diferencia entre los muertos y los vivos

Hoy la lección se ha puesto en práctica

Las prácticas profesionales

son nuestro fuerte en el sistema educativo

Al final del año

contaremos

nuestros logros

3.

Mientras yacía tranquilo en su selvático refugio

se regodeaba en su sosiego

ahora perpetrado por este genocidio

4.

El panga–jabón limpia limpio

El panga–poder limpia la limpieza

[Nota. Panga: marca de jabón popular en Kenia; a la vez, significa machete en idioma suajili.]

El panga–jabón limpia las manchas

El panga–poder acaba con las manchas

El panga–jabón limpia lo sucio

El panga–poder elimina la suciedad

Panga

para toda ocasión

5.

La savia de los cuerpos en la morgue;

Flores sobre el suelo regado en sangre

6.

A fuerza de hacer historia

nos hemos vuelto

un hecho histórico

Nuestras caras sin rostro

solían contar historias de siesta

imperturbables

por la historia.

7.

Desaparecido.


En canto


El colorido de las matatus.


Los juegos verbales del poema nos invitan a pensar en el valor estético de la poesía y el habla en la cultura africana. En particular en la región de África del Este pues es la única que conserva como idioma oficial una lengua de origen africano, el suajili, seguramente milenario. Los demás países han adoptado idiomas occidentales, sobre todo el inglés y el francés. Incluso Sudáfrica, que luchó con entereza por su independencia, cuenta con idiomas occidentales, el inglés y el afrikáans, de origen holandés. El suajili se desarrolló en la costa este y para poder escribirse se apoyó en las grafías árabes, de tal modo que se convirtió en una lengua escrita hace pocos siglos. Sin embargo su riqueza estética proviene de la oralidad de sus mitos y cantos. Los pueblos que no conocieron la escritura cultivaron el ritmo de las palabras. La sonoridad se vuelve la cualidad más importante en la comunicación social. La transmisión oral, al no contar con medios gráficos para preservar su cultura y su historia, recurre a la musicalidad del lenguaje a fin de facilitar la memorización. La rima, las aliteraciones, los versos medidos son una nemotecnia idónea para retener los mitos y la visión de una cultura ágrafa. Es más fácil que una oración medida y rimada se quede en la mente. En las culturas africanas que carecieron de escritura se perdió en el resguardo de información pero se ganó en sensibilidad rítmica. Pueblos habitados por la música, cosa quizás más deseable que estar rodeado de archivos escritos.




Sólo así se entiende por qué el ritmo lo habita todo. En Kenia la gente canta mientras realiza sus asuntos diarios y baila a la menor nota que escucha. Difícilmente podrían arreglar sus ocupaciones sin un radio a la mano, sin una tonada que cantan entre labios. El ritmo no sólo se nota en el habla cotidiana y en su profunda inclinación musical, también en su andar, en la cadencia de sus ademanes, en el más sutil de los movimientos de su cuerpo. Su canto es un encanto general.

La omnipresencia del ritmo ha llegado a algunos excesos en la vida urbana. Una de las grandes sorpresas en Nairobi es el sistema de transporte público. Las matatus, microbuses y combis extremadamente llamativas, están pintadas al gusto (casi nunca conservador) del dueño o del conductor, siempre con motivos, fotos o frases que igualmente forman parte del gusto personal del conductor. No hay manera de identificar las rutas, cada unidad se estampa y adorna a capricho. Esta práctica un tanto agradable por el colorido y el folclor que despliega está aderezada por una más bien molesta: todas las matatus tienen pantallas y únicamente proyectan videos musicales a punto de reventar las bocinas. A queja expresa de los usuarios, a principios de 2010 se prohibió el sórdido volumen dentro de las matatus. La reacción fue inmediata: los concesionarios hicieron un paro nacional y el país quedó inmovilizado. Presión suficiente para que la ley se abrogara y las matatus continuaran su camino a todo volumen.



Obama rotulado en una matatus.


14.12.09







Azul Zanzíbar. Junio. 2009.
África: un millón de años de soledad

Escribir de África en bloque, sería cometer el mismo error de quienes explican Latinoamérica con un mismo rasero. Los problemas inician desde el nombre: África significa lugar sin frío, y en este continente hay lugares verdaderamente helados. Lo propio sucede con América Latina: no en todos los países la lengua oficial proviene del latín. Salvando las faltas de lenguaje, lo que sigue es una obviedad: sólo puede escribirse de las particularidades de una región. Aunque se sabe que las situaciones locales son una metáfora de la historia universal, también marcan su diferencia: una metáfora no es la cosa misma. En mi caso, me ha tocado vivir en Kenia y esto impulsó reflexionar y estudiar África del Este. Kenia se encuentra en lo que se conoce como la Región de los Lagos, fue fundada por 42 tribus, provenientes de África occidental y de la cuenca del Nilo. Su población es producto de lo que fue la colonia inglesa: diversas tribus que conviven con una población minoritaria de ascendencia británica y una importante población de hindúes traídos hace más de un siglo para realizar trabajos forzados. Región multicultural enriquecida por su cercanía con la península arábiga, el corredor terrestre hacia Egipto y el marítimo hacia la India. El mundo árabe, el hindú, el occidental y el tribal conforman un país diverso y fascinante. Si nos viésemos en este espejo, acaso el aislamiento de México entre dos mares es una metáfora de su suerte: no ha sido una sociedad abierta. El único intercambio de civilizaciones se llevó a cabo bajo la égida de una conquista; más cercano a la imposición que al libre comercio de bienes y de ideas. Característica, quizá, de viejo cuño: la cultura Mesoamericana fue una sola civilización. Hoy día, el “choque” de culturas es evidente, nos tocará ver cómo lo resuelve México en el contexto de países y regiones acostumbradas a convivir con la diferencia.
En Kenia, el intercambio cultural se mueve al ritmo de su temperamento. La sociología ha equiparado a las sociedades con los cuerpos; así cada localidad es un cuerpo social con una edad y un carácter propios. Kenia no es la excepción: en lo que toca a la influencia de la cultura occidental, ésta avanza a ritmo lento y se encuentra en plena niñez. Sirva como ejemplo la ocasión en que asistí a la première de la primera película de ciencia ficción de Kenia. La profunda emoción ante lo que sucede por vez primera en una comunidad, parecida al primer paseo en bicicleta o al primer beso, fue más intensa cuando recordé el momento en que un amigo keniano me contó la primera vez que tuvo un encendedor en sus manos y los ensayos fallidos para encenderlo. Su fascinación al contarlo, como infatuado por el fuego, me remitió a aquella tarde lejana en que frente al pelotón de fusilamiento el Coronel Aureliano Buendía había de recordar la ocasión en que su padre lo llevó a conocer el hielo.
La película era de tema apocalíptico. Comprendí que desde Juan de Patmos a las versiones de guerra nuclear, cada cultura enriquece los temas que han obsesionado a Occidente, siendo la película una variación más del finis terra. Variación que no deja de marcar una diferencia, pues no hay un ritmo universal de la historia. Si la cultura occidental “penetra” en África del Este, esto pasa por un tamiz de compleja transfiguración. Contra el manido discurso de una globalización que homogeniza las culturas; lo que sucede en Kenia muestra que la globalización se humaniza en las culturas. En México prevalecía la idea de haber imitado las reglas de Occidente sin adaptarlas a nuestra realidad, Antonio Caso denominó este fenómeno “imitación irreflexiva”. Viendo este argumento desde la privilegiada perspectiva en que nos encontramos, sabemos que es empíricamente imposible imitar sin alterar. Incluso a nivel legislativo: si adoptamos leyes de Francia y Estados Unidos, éstas tuvieron que ser traducidas, y toda traducción, reza el conocido retruécano, es una traición, traduttore traditore. En esta lógica, Kenia siempre tendrá una visión única al acercarse a los principios de Occidente. No es casualidad que el Apocalipsis trate de una sequía que devasta la naturaleza y de una mujer que se sacrifica para salvarla. La relación de las tribus kenianas con la naturaleza ha sido un tema vital. La religión animista se funda precisamente en una concepción sagrada del ambiente y del paisaje; y la mujer, como en muchas culturas, es símbolo de fertilidad y salvación.
El discurso desarrollista consideraba que las naciones tendrían que pasar por diversas etapas a fin de alcanzar la riqueza. Hoy día, en ejemplos anodinos, se puede mostrar que el movimiento de las culturas es veleidoso. Una vez más me viene a la mente un dato sorprendente: gran parte de la población de Kenia tiene teléfono móvil, sin embargo un alto porcentaje no conoció el teléfono domiciliario. Lo mismo sucede con el Internet, desde su origen fue inalámbrico, no hubo red por cable. Extremando la idea, algún día una nación de África llegará a un planeta lejano sin haber explorado la Luna, ni haber enviado perros y simios de avanzada. Así de volátil, saltimbanqui, es la Historia. El hecho de que algunas situaciones sucedan por primera vez con respecto a Occidente, no debe remitirnos a la idea de retraso. Tampoco puede acusarse a la cultura occidental de atrasada y a la africana de progresista porque esta última se “adelantó” a los fenómenos occidentales: las tribus y el nomadismo empiezan a tener fuerza en la teoría y en las socialidades posmodernas de Occidente. El sociólogo francés, Michel Maffesoli, describe el surgimiento de grupos sociales que se conducen a la manera de las tribus ancestrales. Regreso al primitivismo que acaso nos indica que no hay progreso que valga, que el tiempo no es lineal sino cíclico, y cada vuelta habrá una pequeña inflexión haciendo la circunstancia de una espiral, causante de que no haya un eterno retorno sino un regreso distinto.
Octavio Paz solía decir que su primer viaje a España sirvió para reencontrarse, se afirmó como mexicano ante la diferencia y como occidental frente a las afinidades con el Viejo Continente. Poco se ha dicho de la otra fuente donde abrevaron nuestros orígenes, nuestra tercera raíz, la africana; y menos se ha dicho de los personajes históricos de origen africano, como Morelos y Pavón, por citar un ejemplo. Curiosas omisiones. La cultura del África Subsahariana nos ayuda a comprender ciertos rasgos de México. Por señalar tan solo una analogía, la tradición ancestral del canto y el teatro africanos se resuelven en la teatralidad y los ritmos musicales de América Latina. Hoy día que el intercambio cultural entre ambas regiones es mayor, se han descubierto más influencias. Recuerdo la ocasión en que una banda musical de Colombia ofreció un concierto en la escuela de música de Kenia y la sorpresa que se llevó al saber que su base rítmica corresponde al de ciertas tribus africanas. No cabe duda que mucho queda por saber en lo tocante a la herencia de África en México. No podemos complacernos con la interpretación de la identidad mexicana fundada en la fusión de sólo dos mundos.




Textos y contextos
¿Si no viviese en África, igual me interesaría en escribir un Bestiario, como lo intento ahora? Eterna discusión: ¿quién gobierna, el texto o el contexto? Los defensores del texto suelen sustentar su posición barajando grandes escritores que tuvieron una vida prácticamente doméstica y lograron escribir obras de valor universal, el epítome de este argumento es Julio Verne, escritor de una saga de viajes submarinos y espaciales que apenas salió de su tierra natal, Nantes. Puedo imaginar tal defensoría con una voz grave que remata: “La fuerza de la imaginación es insondable”. La contraparte, casi siempre la acusada, hace lo propio en sentido inverso: si Hemingway no hubiese visitado Nairobi, Machakos y Mombasa, Las nieves del Kilimanjaro no habrían pasado a la historia de la literatura; y seguramente lo dirían con la misma voz en cuello que sus detractores. No tomo partido: la misma palabra, partido, implica quebrarse, y estoy a favor de una visión incluyente y complicada. Por demás, se sabe que la literatura se mueve en corrientes subterráneas, jamás sabremos el motivo de una circunstancia literaria. Incluso cuando se han sospechado las causas que la inhiben, resulta que nada la intimida y aparece un oficinista de oficio traductor de facturas mercantiles y acomodador de libros, de apellido Pessoa, diciéndonos que la poesía no salva la vida pero sí el vivir. Su ejemplo enseña que en cualquier vida la poesía es vivible.




Julio Vertazar
Una posición menos radical, y acaso más atinada, tomaría dos títulos clásicos de la literatura y los volvería uno: La vuelta al mundo en ochenta días, de Verne, y La vuelta al día en ochenta mundos, de Cortázar. Títulos tan similares como antagónicos. Uno invita a recorrer el mundo; el otro, a inventar mundos. Sin embargo, ambos tratan la realidad con la misma sencillez, enseñan que el misterio de la poesía, si tiene respuesta, seguramente es de tipo corriente. Qué odiosa la idea de que la literatura provenga de efluvios arcanos; no es así, ha de deberse a un asunto de mero trámite vivencial. Por demás, al compartir ambos autores el mismo nombre, el grado de dificultad para fusionarlos es menor. Así, a esta posición “incluyente” la llamaríamos, ya que está de moda asignar nombres a las teorías literarias ciñéndose siempre a los estatutos de la pedantería en turno: “Palanca Teórico-Metodológica Julio Vertazar; útil en el entendimiento de los misterios sencillos que encierra la literatura”.
Entre estas pequeñas coincidencias, aparece una mayor: los dos cuentan historias que se tramaron en África del Este. El globo de Verne inicia su recorrido en Zanzíbar, isla de Tanzania cerca del puerto de Mombasa, lugar donde Córtazar pasó un par de días que no fueron de balde: escribió “Los vientos alisios”, mismos que empujaron el vuelo del Victoria a través de África durante las Cinco semanas en globo, de Verne. Pareja de escritores seducida por el dulce aroma de los Alisios. Pero esta correspondencia, también los opone: Cortázar escribió navegando en barcazas con las velas infladas por las costas del Índico; Verne, al lado de una vela inflamada sobre la mesa de su estudio. Pero algo nos dice que Cortázar pudo haber escrito la impasibilidad de Fileas Fogg y Verne sobre las implicaciones de la “No materia”. Ambos son Julio Vertazar. No hay obra ni biografía que se explique en una sola dirección; así, los dos Julios se guiñan y se pican los ojos; velan por la misma causa o se rebelan. El mismo espíritu camaleónico que encuentra Cortázar en su admirado Keats, contienen a estos escritores, y acaso a todos los hombres. Uno no es el escritor de la experiencia y el otro el de la soledad. La fusión no es arbitraria: siempre han sido Julio Vertazar.




Sirva el siguiente poema, Juliovertazariano, para continuar el misterio sencillo de la literatura:






La cebra



A Juan José Arreola




Entre los félidos, la grupa de la cebra es la más preciada. Su cadera suculenta, la latiniza; sin que ningún joven de piropo la salve del asecho. Equivocó lugar, su natural era un juego de ajedrez o un recinto de azulejos bicolor para pasar inadvertida. Pero el caballo injusto la despojó de su casilla en el tablero. El sueño de la cebra es de pastizales blanquinegros. En la planicie de la estepa, ella es carne a la vista, la mujer de la discordia. Este muslo es mío. Tiene la nobleza del pichón, así que no hay que descartar experimentos de cebras mensajeras. ¡Hago un llamado a todos los colombicultores del mundo! Nunca se sabrá el color de fondo. No triunfa el color sino la mezcla, esta es su parte más latina.

1.9.09

La rosa del desierto

La rosa del desierto en África del Este

A Eduardo Lizalde


Quédate con la rosa del calosfrío,
la rosa del espanto estatuario,
la inmaculada rosa de la calle,
la rosa de los pétalos hirientes,

Efraín Huerta, “La rosa primitiva”.


Poco se sabe de la pasión herborista de Jean-Jacques Rousseau. Menos aún de las lecciones a su prima, aprendiz de botánica. Lo que Rousseau enseña en sus cursos herbolarios, mientras una voz de fondo habla de liliáceas y crucíferas, es que hay un valor profundo en el hecho de contemplar, detenidamente, el mundo. No importan las habilidades que obliga el oficio: “siempre he creído que se podía ser un botánico muy bueno sin conocer por su nombre ni una sola planta”, escribe Rousseau a su pariente. Cuántos taxonomistas de a pie, de esos desconocidos, amantes cardiacos de las cosas, no abundan sin tener título de propiedad ni licencia para manejar los herbajes de lo que pasa cada día en cada tarde. ¡Herborizar! ¡Herborizar!, algo les dice. La atenta contemplación no es una actitud común; de ordinario, al que se embebe en el instante, se le acusa de holgazán. Caso contrario pensamos algunos: el estado contemplativo es el primer paso a la lucidez, una celebración del mundo que nos rodea. Desde lo más visible, como la trama sobre un mantel en una fonda de pobre; a lo más escondido, internarse en la vida de los microbios.
La rosa del desierto es propia de esta región. Su nombre me ha fascinado, es una imagen bella y conmovedora: la belleza, quién lo duda, es un grito en el desierto. La sola palabra rosa, es ya evocación de una y mil imágenes; de una: la aspiración de lo bello y lo sublime; de mil: la rosa de nadie de Celan, “la rosa que habla despierta como si estuviera dormida” de Villaurrutia, las rosas de Rilke y de Lizalde, “ese ángel moribundo”, la rosa de los vientos, la de Tudor, y la rosa íntima, la que cada quien sueña a la medida de sus pétalos. Este descubrimiento, como casi todos, forma parte de una coincidencia: comenzaba a leer un pequeño texto de Salvador Elizondo sobre el sueño de la rosa: “Pero olvidaste el sueño de la rosa. No; porque ahí estaba todavía la rosa del sueño.” Mi fascinación, casi hipnótica, enfebrecida (porque lo bello se parece también al estado enfermizo, imagen de la rosa cabizbaja condenada a la horca al cuarto día), fue excitada por el misterio de esta coincidencia.
Difícilmente nos agrada por igual el nombre y la cosa misma. Este es el caso de La rosa del desierto, y la de Borges: “en las letras de la rosa está la rosa/ y todo el Nilo en la palabra Nilo”. Quizá la rosa sobrevive a aquel tiempo en que lo mismo era la palabra y el objeto. Si lo vemos bien, la rosa se acomoda a otros espacios: al sueño, al misterio, a los mitos... Yendo más lejos, acaso la rosa se refiere a un tipo de sensibilidad humana que debiera tener un lugar en los arquetipos universales. ¡Pero qué peticionario de pacotilla he sido!, basta la rosa íntima, de jardines interiores, diría Amado Nervo.
Una de las peculiaridades de la rosa del desierto es su palo de rosa: el grosor del tallo hace que parezca un tronco y las ramas no se adelgazan en la proporción acostumbrada, recordando la hinchazón de los baobabs. Su nombre científico se funda precisamente en esta atractiva inflamación: Adenium obesum. Esta rosa, de reminiscencia baobácea, florece en diciembre, temporada de sol para quienes vivimos en el hemisferio sur. Crece en las regiones tropicales y subtropicales de África del Este. Es una planta obesa de crecimiento lento, en ramas con formas caprichosas y flores a cuatro pétalos con tonalidades del rojo al rosa. Me dicen que las del jardín botánico del Museo Nacional de Nairobi florecen en azul, ya lo veremos a fin de año.
Aspiramos una rosa de la misma manera que aspiramos a la rosa. Tocarla y serlo. Rozarla y rosarse. Apenas contemplamos la vida natural y ya queremos ser creadores. Y lo somos, pero de naturalezas muertas, como la nocturna rosa de Villaurrutia: “la rosa del humo/ la rosa de ceniza/ la negra rosa de carbón diamante”. Llevamos como marca el ideal rosáceo, su estigma se asoma en el cuerpo: “es la rosa del oído, la rosa oreja”, la espiral de una mano que se cierra. Entraña palpitante, visera de oro. El sueño de la rosa es la rosa del sueño.
Hay la rosa mal lograda, la que concita compasión porque rozó el enigma, resolvió la cifra. Supo del comercio en los olimpos. Del mercadeo entre los insignes. La más prometedora. La rosa adánica espigada en el jardín de las delicias antes de perder el equilibrio. La que desorbitó de tallo. La rosa caída. La que estando a punto, se volvió una loca. Mareada en sus efluvios. Flor de-lirio. Enferma. Odorípara. Adicta a los inhalantes. También la rosa mística. Flor de nadie. Rosacruz. Monje del desierto que oculta la caja negra en su punto medio. Parpados cien veces cien que no dirán el sueño. El capullo que no dará a Luz. La que acurruca la perla de la discordia. La almendra invisible. Lo que nos sostiene sin saber lo que nos sostiene. Y si se dice, caemos en lo dicho. Nuez vana y vanas esperanzas. Y la esperanza a secas. Las hay de plástico. Soberbias. Desvarío de la razón. Ínfulas de gloria. Rosetas de ponzoña con sabia lechosa que algunas tribus africanas untan en sus flechas. La rosa cerebral que busca los laureles en la sien. Y ya caída, en su despeluzada melena se muestra la vida de los insectos, empalagándose hasta las barbas de un polen corrupto, hiel de avispas y abejorros del Senado alimentando su piojera. Y la simple rosa presumida del colegio. Envidia de los floripondios que se creen la flor del pueblo. Todos son juegos florales, de niños, para la severidad de una rosínea. Va la altiva rosinante abriendo paso con sus erizos al menor entrometido. Y la esforzada. La que extenuándose se extingue. La del último intento, y al estallido. Las hay perfectas, pero inexistentes. Como la otra rosa, de Jorge Valdés Díaz Vélez, de la otra vida grabada en una lápida imaginaria. La de Borges: “La rosa verdadera está muy lejos./ Puede ser un pilar o una batalla/ o un firmamento de ángeles o un mundo/ infinito, secreto y necesario,/ o el júbilo de un dios que no veremos/ o un planeta de plata en otro cielo/ o un terrible arquetipo que no tiene la forma de la rosa”.
Las rosas del mal. De anginas inflamadas que nos contagian mal de amores. Angiospermas putrefactos que las hormigas no encuentran el modo de arrastrar hasta su nido. Cama de rosas con espinas que inoculan resinas de atadura. Esclavos de los frutos terrenales, de los manjares de a centavo. Fiebre del oro. Grandes cargas se destilan para salvar una sola gota de cogollo. Insectos en redondo de un faro en vilo en un barrio deslucido. Guerra florida y flora intestinal. ¿Pero quién es la rosa? Sueño de volar. Mesa que se eleva. Beso al otro mundo. Jaloneo hacia el abismo. Prado banqueta charco. Ingenuos malvados inocentes. Mano en un muslo de Rosa y mano en las cuentas del Rosario. La vez que no nos detuvimos. La gran hazaña. La peluca al tercer día chueca. Risas por esa despeinada. ¿Quién es la rosa? El Dios y el Diablo. El sueño y un florero.
Rosas arco iris. Pero todas las rosas, la de Lizalde. Él las ha expurgado en todos sus pétalos; las ha puesto bajo atenta observación y conocido sus parásitas alimañas, sus escarabajos en huevo. Ha descrito su comportamiento en situaciones supuestas. Las ha dormido en su propio cloroformo y puesto a reposar en diversas posiciones. Angustiosamente las ha sacudido hasta el último polen, la garrapata aferrada a su fibra. ¿Quién es la rosa y quién el fruto? Qué es el poema cuando se elabora, se trabaja en una flor. Tomó nota de que sólo les faltaba volar. La enferma implume: “Siempre a punto del vuelo,/ es la rosa la hélice más lenta”. Apuntó su límite andariego, belleza en cuello, testuz de cisne: “sería la excelsa bailaora de flamenco,/ si tuviera piernas”.
Pregunta Rilke: “¿Es como ejemplo que te nos propones?” Lizalde pareciera responderle: “La rosa, asunto aparte, no es divina,/ sino humana, un sucedáneo hipócrita/ y poético del sexo y del amor/ ¿Qué rosa, qué jardines/ sin sexo y sin amor carnal tendríamos?” Y qué jardines habría sin cuidadores, sin los sigilosos amantes de rosaleras. Sin ese ímpetu de olerlo, acariciarlo todo. Lizalde defiende al naturalista, al del campo y al de bohardilla: “Única flor que late, dice un herbolario… Se ha mostrado el hecho con estetoscopios/ en extremo sensibles”.



La rosa enferma

A Miguel Ángel Rodríguez

Yo también la rosa
la rosa también la rosa
pero imposibles
la rosa misma
es una mala copia
de su modelo ideal
Las de tela y nailon
superan duración
pero tampoco rosas
La rosa conocida
equivocó de nombre

Yo también la rosa
pero la errónea rosa
la que se huele
al pasar por un negocio
la que apenas se toca
y ya tiene que irse a su trabajo

La rosa que solicita calzador
la del manchón en centro
transparencia descocida
amor con avispas
La perfecta
con su leve cojera

El instante eterno
casi empalagado
con repentino
dolor de estómago
¿alguien conoce
un doctor cerca de aquí?

Yo también la rosa
la del mal nombre
que no es aérea
náutica ni andariega
de bichos en su centro
de musgo en el florero
primer ensayo desastroso
La que conoce
desde su ser profundo
la vida en los insectos.

22.6.09

Lumbres y deslumbres

Lumbres y deslumbres

21 de junio de 2009. Llevo más de siete meses viviendo en Nairobi, Kenia. Suficientes quizá para arriesgar algunas conclusiones. No, conclusiones no: primeras impresiones, ¿acaso hay segundas, terceras? Es verano en el hemisferio Norte, aquí comienza el invierno. Suave y que no cala sino hasta muy entrada la madrugada. Desde mi cuarto, pese a la llegada del frío, se ven en flor las rosas del desierto y en esplendor las acacias de tallo amarillento. En muchos sentidos, no sólo en Física o Meteorología, la vida aquí es al revés. África, qué duda cabe, es la otra cara de la medalla, el lado inverso de Occidente. Para quienes gustamos del palíndromo, internarse en África es leer la historia en capicúa. Por decir sólo un ejemplo, en esta región se ha encontrado el fósil de homínido más antiguo del mundo; en los albores del siglo XXI, se encuentran aquí los aires del primer hombre; este primitivismo es el otro lado de la tecnología y del hombre al último grito de la canción en turno. Pero como dijimos, es una misma medalla, el grito ritual de las tribus colinda con aquel, digamos, del concierto o de un gol de domingo. Mirada inversa: desde aquí comprendemos los ecos del allá. Hoy que la idea de progreso ha caído, se puede asegurar que Occidente no está a lo lejos, a unos cuantos escalafones de África, esta región es su espejo, o si se prefiere, el cristal para comprenderlo mejor: la cercanía entre primitivismo y posmodernismo es una realidad. Más que un avance, lo que ha habido es una transfiguración. La posmodernidad podría entenderse como un arcaísmo de otra forma, una variante del origen. África, punto de partida sin que la Historia se vea partida.
Esta región nunca ha tenido algún tipo de ideología, al menos no una homogénea y unificadora. Su elemento ha sido ser un mosaico semejante a las hordas y manadas que conforman su territorio. Su organización tribal los ha ejercitado en la otredad, la cual, para bien o para mal, desemboca en la guerra o en el tratado de paz. A diferencia de la cultura occidental que buscó en diversas ocasiones la unidad, de pensamiento, de Estado, África del Este sigue siento igual de fragmentaria que hace miles de años; a la manera de los ecosistemas, cada tribu de forma peculiar se relacionó con la naturaleza. Aunque no ha habido una corriente de pensamiento universal, sí ha habido ideas dispersas, ideas que no forman un cuerpo conceptual que abarque una visión del hombre y de la sociedad en su conjunto. La misma dispersión a la que aluden los tiempos posmodernos se repite en la organización tribal de África, o viceversa, ya que tratamos sobre la tierra del palíndromo. A la ideología y la institución religiosa, se opusieron los usos y costumbres y el esoterismo; una de sus gracias es que no tiene el rango de ley moral o ética, no se conforma un cuerpo conceptual sólido de deberes y creencias, formando sociedades limítrofes: no hay hegemonía ideológica ni territorial. El resurgimiento de una cultura esotérica en Occidente (como todo esoterismo, integracionista: el Feng Shui convive por igual con los amuletos de diversas aleaciones y los horóscopos de la revista semanal), se acopla con naturalidad al esoterismo africano. Una sociedad posmoderna, más allá de la ideología, como a su pesar diría Terry Eagleton, y más acá del esoterismo, se entiende con este extremo. Quizá por primera vez en la historia, todas las culturas viven en el mismo tiempo.
Ahora entiendo que tribu y tribulación son palabras colindantes. Una vez más, el misterio de las cercanías fónicas. En enero de 2008, los problemas postelectorales de Kenia desembocaron en la guerra tribal, Lúos contra Kikuyos, y fueron miles los que murieron. Nairobi se alzó en llamas. Los ideales de Estado-Nación, creados por Occidente e implantados a fortiori en una región donde su natural es ser fragmentario, han potenciado la violencia. Sobra decir que la idea de progreso contribuyó a fomentar la diferencia entre las tribus “progresistas” y aquellas, las “atrasadas”. El paisaje estepario, de geometría horizontal, incluidas las ramas de las acacias que como ningún árbol aspiran parecerse a la planicie, eran una metáfora de la horizontalidad de las tribus, alteradas ahora por el discurso escalafonario, montañoso, del Progreso. De un progreso, por demás, en decadencia. Esa es la paradoja que les toca a todos los absolutismos, convertirse en todo lo que habían negado en sus inicios. Recordando el verso de Cernuda, “donde habita el olvido”, puede entenderse que el sosiego de las tribus, con sus brotes de violencia acostumbrada, hizo que se despertara y saliendo del olvido, exigiera su parte en la repartición del nuevo Estado. Sin embargo, sigue habitando el olvido, las tribus están habitadas por el olvido. Esa es su gracia y su desgracia. No saben que sus tribulaciones, de sequías y tormentas, se deben también a la mano del hombre. Y como tribus que son, carniceras a veces, ejercen la violencia contra las inclemencias de nuestro tiempo.
Son 42 tribus las que conforman este país. Las más numerosas: Kikuyu, Lúo, Kisi, Kamba. Cada cual tiene su propio idioma. Algunas están hermanadas por la cercanía lingüística a las lenguas bantú. El suajili, idioma oficial de Kenia, es la única lengua de origen africano que tiene el rango de oficial, los demás países han asimilado lenguas occidentales, como el francés, inglés o portugués. Sin embargo, es sorprendente que hoy día cada tribu continúe hablando su propio idioma. Esto hace que su cultura siga viva. Basta adentrarse en las comunidades para constatar que sus usos y costumbres se sobreponen a toda época. Se puede acaso correr el riesgo de afirmar que son los mismos desde la verdura de las eras. Esto nos lleva a un dilema: ¿Será necesario que Kenia altere los usos y costumbres de sus tribus para poder lograr la riqueza de las demás naciones; perder en cultura para ganar en economía? La respuesta apenas tiene que pensarse: No. Hoy día, las naciones pueden insertarse en el nuevo juego global sin que tengan que volverse a una ideología, en especial a la del progreso. Los Estados tribales ya no pueden ser vistos como atrasados o arcaicos, simplemente porque ya no hay atrás ni adelante. Si ya no prevalece la idea de un pasado oscuro y un futuro promisorio, queda sólo el presente: lo único que cuenta es nuestra circunstancia actual, y en esto, todos, todos, estamos en igualdad de circunstancias.
Esta idea no es nueva, no vivir más que en el presente se refiere también a la época clásica, al carpe diem o al Dios Kairós de los griegos. En la época moderna, Einstein se encargó de relativizar el tiempo, quedando uno: el presentismo. Sin olvidar a San Agustín que a la triada de los tiempos les antepuso el presente: presente-pasado, presente-futuro, presintiendo así (o mejor: presentando así) no más de uno. África ha sido puro presente, desde que el hombre es hombre (o si se prefiere, ya estando aquí, desde que el homínido es hombre), ha descreído de cualquier visión de futuro promisorio. Coincidencia reveladora: en la región donde encontramos al homínido más antiguo, en la cuna de la humanidad, la sociedad sigue siendo igual de original que antes. A la cuna no le siguió el tálamo, la casa, la pirámide el edificio. Algún conocimiento milenario mantuvo a este pueblo en un estado, por llamarlo de algún modo, de sencillez tradicional. La coincidencia es mayor, no sólo la caída del vuelo progresista nos pone de nuevo al mismo nivel de esta cultura: el ecologismo de nuestra época, no tan voluntario como lo fuera en otras (la inminencia de la catástrofe nos obliga), se corresponde con la convivencia armoniosa de los africanos con su entorno. La civilización occidental vuelve a considerar la naturaleza como una madre, la Madre Tierra, y no como una patria, un padre bajo nuestra potestad. De la patria potestad volvimos a la maternidad: recién nacidos, inocentes. Al origen por fin. El Cristianismo arraigó la idea apocalíptica del Fin del Mundo, el finis terra que llegaría el Día del Juicio, o quizá más pronto, sobre explotando el planeta. Sin embargo, en distintas épocas hubo actitudes distintas, el Romanticismo trató a la naturaleza como una fuente de inspiración y sabiduría, igual que la religión animista de África considera su flora y su fauna como algo sagrado; y ésta es una gran coincidencia de los tiempos. Inversamente, Occidente regreso a África del Este. El palíndromo se cumple.