1.9.09

La rosa del desierto

La rosa del desierto en África del Este

A Eduardo Lizalde


Quédate con la rosa del calosfrío,
la rosa del espanto estatuario,
la inmaculada rosa de la calle,
la rosa de los pétalos hirientes,

Efraín Huerta, “La rosa primitiva”.


Poco se sabe de la pasión herborista de Jean-Jacques Rousseau. Menos aún de las lecciones a su prima, aprendiz de botánica. Lo que Rousseau enseña en sus cursos herbolarios, mientras una voz de fondo habla de liliáceas y crucíferas, es que hay un valor profundo en el hecho de contemplar, detenidamente, el mundo. No importan las habilidades que obliga el oficio: “siempre he creído que se podía ser un botánico muy bueno sin conocer por su nombre ni una sola planta”, escribe Rousseau a su pariente. Cuántos taxonomistas de a pie, de esos desconocidos, amantes cardiacos de las cosas, no abundan sin tener título de propiedad ni licencia para manejar los herbajes de lo que pasa cada día en cada tarde. ¡Herborizar! ¡Herborizar!, algo les dice. La atenta contemplación no es una actitud común; de ordinario, al que se embebe en el instante, se le acusa de holgazán. Caso contrario pensamos algunos: el estado contemplativo es el primer paso a la lucidez, una celebración del mundo que nos rodea. Desde lo más visible, como la trama sobre un mantel en una fonda de pobre; a lo más escondido, internarse en la vida de los microbios.
La rosa del desierto es propia de esta región. Su nombre me ha fascinado, es una imagen bella y conmovedora: la belleza, quién lo duda, es un grito en el desierto. La sola palabra rosa, es ya evocación de una y mil imágenes; de una: la aspiración de lo bello y lo sublime; de mil: la rosa de nadie de Celan, “la rosa que habla despierta como si estuviera dormida” de Villaurrutia, las rosas de Rilke y de Lizalde, “ese ángel moribundo”, la rosa de los vientos, la de Tudor, y la rosa íntima, la que cada quien sueña a la medida de sus pétalos. Este descubrimiento, como casi todos, forma parte de una coincidencia: comenzaba a leer un pequeño texto de Salvador Elizondo sobre el sueño de la rosa: “Pero olvidaste el sueño de la rosa. No; porque ahí estaba todavía la rosa del sueño.” Mi fascinación, casi hipnótica, enfebrecida (porque lo bello se parece también al estado enfermizo, imagen de la rosa cabizbaja condenada a la horca al cuarto día), fue excitada por el misterio de esta coincidencia.
Difícilmente nos agrada por igual el nombre y la cosa misma. Este es el caso de La rosa del desierto, y la de Borges: “en las letras de la rosa está la rosa/ y todo el Nilo en la palabra Nilo”. Quizá la rosa sobrevive a aquel tiempo en que lo mismo era la palabra y el objeto. Si lo vemos bien, la rosa se acomoda a otros espacios: al sueño, al misterio, a los mitos... Yendo más lejos, acaso la rosa se refiere a un tipo de sensibilidad humana que debiera tener un lugar en los arquetipos universales. ¡Pero qué peticionario de pacotilla he sido!, basta la rosa íntima, de jardines interiores, diría Amado Nervo.
Una de las peculiaridades de la rosa del desierto es su palo de rosa: el grosor del tallo hace que parezca un tronco y las ramas no se adelgazan en la proporción acostumbrada, recordando la hinchazón de los baobabs. Su nombre científico se funda precisamente en esta atractiva inflamación: Adenium obesum. Esta rosa, de reminiscencia baobácea, florece en diciembre, temporada de sol para quienes vivimos en el hemisferio sur. Crece en las regiones tropicales y subtropicales de África del Este. Es una planta obesa de crecimiento lento, en ramas con formas caprichosas y flores a cuatro pétalos con tonalidades del rojo al rosa. Me dicen que las del jardín botánico del Museo Nacional de Nairobi florecen en azul, ya lo veremos a fin de año.
Aspiramos una rosa de la misma manera que aspiramos a la rosa. Tocarla y serlo. Rozarla y rosarse. Apenas contemplamos la vida natural y ya queremos ser creadores. Y lo somos, pero de naturalezas muertas, como la nocturna rosa de Villaurrutia: “la rosa del humo/ la rosa de ceniza/ la negra rosa de carbón diamante”. Llevamos como marca el ideal rosáceo, su estigma se asoma en el cuerpo: “es la rosa del oído, la rosa oreja”, la espiral de una mano que se cierra. Entraña palpitante, visera de oro. El sueño de la rosa es la rosa del sueño.
Hay la rosa mal lograda, la que concita compasión porque rozó el enigma, resolvió la cifra. Supo del comercio en los olimpos. Del mercadeo entre los insignes. La más prometedora. La rosa adánica espigada en el jardín de las delicias antes de perder el equilibrio. La que desorbitó de tallo. La rosa caída. La que estando a punto, se volvió una loca. Mareada en sus efluvios. Flor de-lirio. Enferma. Odorípara. Adicta a los inhalantes. También la rosa mística. Flor de nadie. Rosacruz. Monje del desierto que oculta la caja negra en su punto medio. Parpados cien veces cien que no dirán el sueño. El capullo que no dará a Luz. La que acurruca la perla de la discordia. La almendra invisible. Lo que nos sostiene sin saber lo que nos sostiene. Y si se dice, caemos en lo dicho. Nuez vana y vanas esperanzas. Y la esperanza a secas. Las hay de plástico. Soberbias. Desvarío de la razón. Ínfulas de gloria. Rosetas de ponzoña con sabia lechosa que algunas tribus africanas untan en sus flechas. La rosa cerebral que busca los laureles en la sien. Y ya caída, en su despeluzada melena se muestra la vida de los insectos, empalagándose hasta las barbas de un polen corrupto, hiel de avispas y abejorros del Senado alimentando su piojera. Y la simple rosa presumida del colegio. Envidia de los floripondios que se creen la flor del pueblo. Todos son juegos florales, de niños, para la severidad de una rosínea. Va la altiva rosinante abriendo paso con sus erizos al menor entrometido. Y la esforzada. La que extenuándose se extingue. La del último intento, y al estallido. Las hay perfectas, pero inexistentes. Como la otra rosa, de Jorge Valdés Díaz Vélez, de la otra vida grabada en una lápida imaginaria. La de Borges: “La rosa verdadera está muy lejos./ Puede ser un pilar o una batalla/ o un firmamento de ángeles o un mundo/ infinito, secreto y necesario,/ o el júbilo de un dios que no veremos/ o un planeta de plata en otro cielo/ o un terrible arquetipo que no tiene la forma de la rosa”.
Las rosas del mal. De anginas inflamadas que nos contagian mal de amores. Angiospermas putrefactos que las hormigas no encuentran el modo de arrastrar hasta su nido. Cama de rosas con espinas que inoculan resinas de atadura. Esclavos de los frutos terrenales, de los manjares de a centavo. Fiebre del oro. Grandes cargas se destilan para salvar una sola gota de cogollo. Insectos en redondo de un faro en vilo en un barrio deslucido. Guerra florida y flora intestinal. ¿Pero quién es la rosa? Sueño de volar. Mesa que se eleva. Beso al otro mundo. Jaloneo hacia el abismo. Prado banqueta charco. Ingenuos malvados inocentes. Mano en un muslo de Rosa y mano en las cuentas del Rosario. La vez que no nos detuvimos. La gran hazaña. La peluca al tercer día chueca. Risas por esa despeinada. ¿Quién es la rosa? El Dios y el Diablo. El sueño y un florero.
Rosas arco iris. Pero todas las rosas, la de Lizalde. Él las ha expurgado en todos sus pétalos; las ha puesto bajo atenta observación y conocido sus parásitas alimañas, sus escarabajos en huevo. Ha descrito su comportamiento en situaciones supuestas. Las ha dormido en su propio cloroformo y puesto a reposar en diversas posiciones. Angustiosamente las ha sacudido hasta el último polen, la garrapata aferrada a su fibra. ¿Quién es la rosa y quién el fruto? Qué es el poema cuando se elabora, se trabaja en una flor. Tomó nota de que sólo les faltaba volar. La enferma implume: “Siempre a punto del vuelo,/ es la rosa la hélice más lenta”. Apuntó su límite andariego, belleza en cuello, testuz de cisne: “sería la excelsa bailaora de flamenco,/ si tuviera piernas”.
Pregunta Rilke: “¿Es como ejemplo que te nos propones?” Lizalde pareciera responderle: “La rosa, asunto aparte, no es divina,/ sino humana, un sucedáneo hipócrita/ y poético del sexo y del amor/ ¿Qué rosa, qué jardines/ sin sexo y sin amor carnal tendríamos?” Y qué jardines habría sin cuidadores, sin los sigilosos amantes de rosaleras. Sin ese ímpetu de olerlo, acariciarlo todo. Lizalde defiende al naturalista, al del campo y al de bohardilla: “Única flor que late, dice un herbolario… Se ha mostrado el hecho con estetoscopios/ en extremo sensibles”.



La rosa enferma

A Miguel Ángel Rodríguez

Yo también la rosa
la rosa también la rosa
pero imposibles
la rosa misma
es una mala copia
de su modelo ideal
Las de tela y nailon
superan duración
pero tampoco rosas
La rosa conocida
equivocó de nombre

Yo también la rosa
pero la errónea rosa
la que se huele
al pasar por un negocio
la que apenas se toca
y ya tiene que irse a su trabajo

La rosa que solicita calzador
la del manchón en centro
transparencia descocida
amor con avispas
La perfecta
con su leve cojera

El instante eterno
casi empalagado
con repentino
dolor de estómago
¿alguien conoce
un doctor cerca de aquí?

Yo también la rosa
la del mal nombre
que no es aérea
náutica ni andariega
de bichos en su centro
de musgo en el florero
primer ensayo desastroso
La que conoce
desde su ser profundo
la vida en los insectos.

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