14.12.09







Azul Zanzíbar. Junio. 2009.
África: un millón de años de soledad

Escribir de África en bloque, sería cometer el mismo error de quienes explican Latinoamérica con un mismo rasero. Los problemas inician desde el nombre: África significa lugar sin frío, y en este continente hay lugares verdaderamente helados. Lo propio sucede con América Latina: no en todos los países la lengua oficial proviene del latín. Salvando las faltas de lenguaje, lo que sigue es una obviedad: sólo puede escribirse de las particularidades de una región. Aunque se sabe que las situaciones locales son una metáfora de la historia universal, también marcan su diferencia: una metáfora no es la cosa misma. En mi caso, me ha tocado vivir en Kenia y esto impulsó reflexionar y estudiar África del Este. Kenia se encuentra en lo que se conoce como la Región de los Lagos, fue fundada por 42 tribus, provenientes de África occidental y de la cuenca del Nilo. Su población es producto de lo que fue la colonia inglesa: diversas tribus que conviven con una población minoritaria de ascendencia británica y una importante población de hindúes traídos hace más de un siglo para realizar trabajos forzados. Región multicultural enriquecida por su cercanía con la península arábiga, el corredor terrestre hacia Egipto y el marítimo hacia la India. El mundo árabe, el hindú, el occidental y el tribal conforman un país diverso y fascinante. Si nos viésemos en este espejo, acaso el aislamiento de México entre dos mares es una metáfora de su suerte: no ha sido una sociedad abierta. El único intercambio de civilizaciones se llevó a cabo bajo la égida de una conquista; más cercano a la imposición que al libre comercio de bienes y de ideas. Característica, quizá, de viejo cuño: la cultura Mesoamericana fue una sola civilización. Hoy día, el “choque” de culturas es evidente, nos tocará ver cómo lo resuelve México en el contexto de países y regiones acostumbradas a convivir con la diferencia.
En Kenia, el intercambio cultural se mueve al ritmo de su temperamento. La sociología ha equiparado a las sociedades con los cuerpos; así cada localidad es un cuerpo social con una edad y un carácter propios. Kenia no es la excepción: en lo que toca a la influencia de la cultura occidental, ésta avanza a ritmo lento y se encuentra en plena niñez. Sirva como ejemplo la ocasión en que asistí a la première de la primera película de ciencia ficción de Kenia. La profunda emoción ante lo que sucede por vez primera en una comunidad, parecida al primer paseo en bicicleta o al primer beso, fue más intensa cuando recordé el momento en que un amigo keniano me contó la primera vez que tuvo un encendedor en sus manos y los ensayos fallidos para encenderlo. Su fascinación al contarlo, como infatuado por el fuego, me remitió a aquella tarde lejana en que frente al pelotón de fusilamiento el Coronel Aureliano Buendía había de recordar la ocasión en que su padre lo llevó a conocer el hielo.
La película era de tema apocalíptico. Comprendí que desde Juan de Patmos a las versiones de guerra nuclear, cada cultura enriquece los temas que han obsesionado a Occidente, siendo la película una variación más del finis terra. Variación que no deja de marcar una diferencia, pues no hay un ritmo universal de la historia. Si la cultura occidental “penetra” en África del Este, esto pasa por un tamiz de compleja transfiguración. Contra el manido discurso de una globalización que homogeniza las culturas; lo que sucede en Kenia muestra que la globalización se humaniza en las culturas. En México prevalecía la idea de haber imitado las reglas de Occidente sin adaptarlas a nuestra realidad, Antonio Caso denominó este fenómeno “imitación irreflexiva”. Viendo este argumento desde la privilegiada perspectiva en que nos encontramos, sabemos que es empíricamente imposible imitar sin alterar. Incluso a nivel legislativo: si adoptamos leyes de Francia y Estados Unidos, éstas tuvieron que ser traducidas, y toda traducción, reza el conocido retruécano, es una traición, traduttore traditore. En esta lógica, Kenia siempre tendrá una visión única al acercarse a los principios de Occidente. No es casualidad que el Apocalipsis trate de una sequía que devasta la naturaleza y de una mujer que se sacrifica para salvarla. La relación de las tribus kenianas con la naturaleza ha sido un tema vital. La religión animista se funda precisamente en una concepción sagrada del ambiente y del paisaje; y la mujer, como en muchas culturas, es símbolo de fertilidad y salvación.
El discurso desarrollista consideraba que las naciones tendrían que pasar por diversas etapas a fin de alcanzar la riqueza. Hoy día, en ejemplos anodinos, se puede mostrar que el movimiento de las culturas es veleidoso. Una vez más me viene a la mente un dato sorprendente: gran parte de la población de Kenia tiene teléfono móvil, sin embargo un alto porcentaje no conoció el teléfono domiciliario. Lo mismo sucede con el Internet, desde su origen fue inalámbrico, no hubo red por cable. Extremando la idea, algún día una nación de África llegará a un planeta lejano sin haber explorado la Luna, ni haber enviado perros y simios de avanzada. Así de volátil, saltimbanqui, es la Historia. El hecho de que algunas situaciones sucedan por primera vez con respecto a Occidente, no debe remitirnos a la idea de retraso. Tampoco puede acusarse a la cultura occidental de atrasada y a la africana de progresista porque esta última se “adelantó” a los fenómenos occidentales: las tribus y el nomadismo empiezan a tener fuerza en la teoría y en las socialidades posmodernas de Occidente. El sociólogo francés, Michel Maffesoli, describe el surgimiento de grupos sociales que se conducen a la manera de las tribus ancestrales. Regreso al primitivismo que acaso nos indica que no hay progreso que valga, que el tiempo no es lineal sino cíclico, y cada vuelta habrá una pequeña inflexión haciendo la circunstancia de una espiral, causante de que no haya un eterno retorno sino un regreso distinto.
Octavio Paz solía decir que su primer viaje a España sirvió para reencontrarse, se afirmó como mexicano ante la diferencia y como occidental frente a las afinidades con el Viejo Continente. Poco se ha dicho de la otra fuente donde abrevaron nuestros orígenes, nuestra tercera raíz, la africana; y menos se ha dicho de los personajes históricos de origen africano, como Morelos y Pavón, por citar un ejemplo. Curiosas omisiones. La cultura del África Subsahariana nos ayuda a comprender ciertos rasgos de México. Por señalar tan solo una analogía, la tradición ancestral del canto y el teatro africanos se resuelven en la teatralidad y los ritmos musicales de América Latina. Hoy día que el intercambio cultural entre ambas regiones es mayor, se han descubierto más influencias. Recuerdo la ocasión en que una banda musical de Colombia ofreció un concierto en la escuela de música de Kenia y la sorpresa que se llevó al saber que su base rítmica corresponde al de ciertas tribus africanas. No cabe duda que mucho queda por saber en lo tocante a la herencia de África en México. No podemos complacernos con la interpretación de la identidad mexicana fundada en la fusión de sólo dos mundos.




Textos y contextos
¿Si no viviese en África, igual me interesaría en escribir un Bestiario, como lo intento ahora? Eterna discusión: ¿quién gobierna, el texto o el contexto? Los defensores del texto suelen sustentar su posición barajando grandes escritores que tuvieron una vida prácticamente doméstica y lograron escribir obras de valor universal, el epítome de este argumento es Julio Verne, escritor de una saga de viajes submarinos y espaciales que apenas salió de su tierra natal, Nantes. Puedo imaginar tal defensoría con una voz grave que remata: “La fuerza de la imaginación es insondable”. La contraparte, casi siempre la acusada, hace lo propio en sentido inverso: si Hemingway no hubiese visitado Nairobi, Machakos y Mombasa, Las nieves del Kilimanjaro no habrían pasado a la historia de la literatura; y seguramente lo dirían con la misma voz en cuello que sus detractores. No tomo partido: la misma palabra, partido, implica quebrarse, y estoy a favor de una visión incluyente y complicada. Por demás, se sabe que la literatura se mueve en corrientes subterráneas, jamás sabremos el motivo de una circunstancia literaria. Incluso cuando se han sospechado las causas que la inhiben, resulta que nada la intimida y aparece un oficinista de oficio traductor de facturas mercantiles y acomodador de libros, de apellido Pessoa, diciéndonos que la poesía no salva la vida pero sí el vivir. Su ejemplo enseña que en cualquier vida la poesía es vivible.




Julio Vertazar
Una posición menos radical, y acaso más atinada, tomaría dos títulos clásicos de la literatura y los volvería uno: La vuelta al mundo en ochenta días, de Verne, y La vuelta al día en ochenta mundos, de Cortázar. Títulos tan similares como antagónicos. Uno invita a recorrer el mundo; el otro, a inventar mundos. Sin embargo, ambos tratan la realidad con la misma sencillez, enseñan que el misterio de la poesía, si tiene respuesta, seguramente es de tipo corriente. Qué odiosa la idea de que la literatura provenga de efluvios arcanos; no es así, ha de deberse a un asunto de mero trámite vivencial. Por demás, al compartir ambos autores el mismo nombre, el grado de dificultad para fusionarlos es menor. Así, a esta posición “incluyente” la llamaríamos, ya que está de moda asignar nombres a las teorías literarias ciñéndose siempre a los estatutos de la pedantería en turno: “Palanca Teórico-Metodológica Julio Vertazar; útil en el entendimiento de los misterios sencillos que encierra la literatura”.
Entre estas pequeñas coincidencias, aparece una mayor: los dos cuentan historias que se tramaron en África del Este. El globo de Verne inicia su recorrido en Zanzíbar, isla de Tanzania cerca del puerto de Mombasa, lugar donde Córtazar pasó un par de días que no fueron de balde: escribió “Los vientos alisios”, mismos que empujaron el vuelo del Victoria a través de África durante las Cinco semanas en globo, de Verne. Pareja de escritores seducida por el dulce aroma de los Alisios. Pero esta correspondencia, también los opone: Cortázar escribió navegando en barcazas con las velas infladas por las costas del Índico; Verne, al lado de una vela inflamada sobre la mesa de su estudio. Pero algo nos dice que Cortázar pudo haber escrito la impasibilidad de Fileas Fogg y Verne sobre las implicaciones de la “No materia”. Ambos son Julio Vertazar. No hay obra ni biografía que se explique en una sola dirección; así, los dos Julios se guiñan y se pican los ojos; velan por la misma causa o se rebelan. El mismo espíritu camaleónico que encuentra Cortázar en su admirado Keats, contienen a estos escritores, y acaso a todos los hombres. Uno no es el escritor de la experiencia y el otro el de la soledad. La fusión no es arbitraria: siempre han sido Julio Vertazar.




Sirva el siguiente poema, Juliovertazariano, para continuar el misterio sencillo de la literatura:






La cebra



A Juan José Arreola




Entre los félidos, la grupa de la cebra es la más preciada. Su cadera suculenta, la latiniza; sin que ningún joven de piropo la salve del asecho. Equivocó lugar, su natural era un juego de ajedrez o un recinto de azulejos bicolor para pasar inadvertida. Pero el caballo injusto la despojó de su casilla en el tablero. El sueño de la cebra es de pastizales blanquinegros. En la planicie de la estepa, ella es carne a la vista, la mujer de la discordia. Este muslo es mío. Tiene la nobleza del pichón, así que no hay que descartar experimentos de cebras mensajeras. ¡Hago un llamado a todos los colombicultores del mundo! Nunca se sabrá el color de fondo. No triunfa el color sino la mezcla, esta es su parte más latina.

1.9.09

La rosa del desierto

La rosa del desierto en África del Este

A Eduardo Lizalde


Quédate con la rosa del calosfrío,
la rosa del espanto estatuario,
la inmaculada rosa de la calle,
la rosa de los pétalos hirientes,

Efraín Huerta, “La rosa primitiva”.


Poco se sabe de la pasión herborista de Jean-Jacques Rousseau. Menos aún de las lecciones a su prima, aprendiz de botánica. Lo que Rousseau enseña en sus cursos herbolarios, mientras una voz de fondo habla de liliáceas y crucíferas, es que hay un valor profundo en el hecho de contemplar, detenidamente, el mundo. No importan las habilidades que obliga el oficio: “siempre he creído que se podía ser un botánico muy bueno sin conocer por su nombre ni una sola planta”, escribe Rousseau a su pariente. Cuántos taxonomistas de a pie, de esos desconocidos, amantes cardiacos de las cosas, no abundan sin tener título de propiedad ni licencia para manejar los herbajes de lo que pasa cada día en cada tarde. ¡Herborizar! ¡Herborizar!, algo les dice. La atenta contemplación no es una actitud común; de ordinario, al que se embebe en el instante, se le acusa de holgazán. Caso contrario pensamos algunos: el estado contemplativo es el primer paso a la lucidez, una celebración del mundo que nos rodea. Desde lo más visible, como la trama sobre un mantel en una fonda de pobre; a lo más escondido, internarse en la vida de los microbios.
La rosa del desierto es propia de esta región. Su nombre me ha fascinado, es una imagen bella y conmovedora: la belleza, quién lo duda, es un grito en el desierto. La sola palabra rosa, es ya evocación de una y mil imágenes; de una: la aspiración de lo bello y lo sublime; de mil: la rosa de nadie de Celan, “la rosa que habla despierta como si estuviera dormida” de Villaurrutia, las rosas de Rilke y de Lizalde, “ese ángel moribundo”, la rosa de los vientos, la de Tudor, y la rosa íntima, la que cada quien sueña a la medida de sus pétalos. Este descubrimiento, como casi todos, forma parte de una coincidencia: comenzaba a leer un pequeño texto de Salvador Elizondo sobre el sueño de la rosa: “Pero olvidaste el sueño de la rosa. No; porque ahí estaba todavía la rosa del sueño.” Mi fascinación, casi hipnótica, enfebrecida (porque lo bello se parece también al estado enfermizo, imagen de la rosa cabizbaja condenada a la horca al cuarto día), fue excitada por el misterio de esta coincidencia.
Difícilmente nos agrada por igual el nombre y la cosa misma. Este es el caso de La rosa del desierto, y la de Borges: “en las letras de la rosa está la rosa/ y todo el Nilo en la palabra Nilo”. Quizá la rosa sobrevive a aquel tiempo en que lo mismo era la palabra y el objeto. Si lo vemos bien, la rosa se acomoda a otros espacios: al sueño, al misterio, a los mitos... Yendo más lejos, acaso la rosa se refiere a un tipo de sensibilidad humana que debiera tener un lugar en los arquetipos universales. ¡Pero qué peticionario de pacotilla he sido!, basta la rosa íntima, de jardines interiores, diría Amado Nervo.
Una de las peculiaridades de la rosa del desierto es su palo de rosa: el grosor del tallo hace que parezca un tronco y las ramas no se adelgazan en la proporción acostumbrada, recordando la hinchazón de los baobabs. Su nombre científico se funda precisamente en esta atractiva inflamación: Adenium obesum. Esta rosa, de reminiscencia baobácea, florece en diciembre, temporada de sol para quienes vivimos en el hemisferio sur. Crece en las regiones tropicales y subtropicales de África del Este. Es una planta obesa de crecimiento lento, en ramas con formas caprichosas y flores a cuatro pétalos con tonalidades del rojo al rosa. Me dicen que las del jardín botánico del Museo Nacional de Nairobi florecen en azul, ya lo veremos a fin de año.
Aspiramos una rosa de la misma manera que aspiramos a la rosa. Tocarla y serlo. Rozarla y rosarse. Apenas contemplamos la vida natural y ya queremos ser creadores. Y lo somos, pero de naturalezas muertas, como la nocturna rosa de Villaurrutia: “la rosa del humo/ la rosa de ceniza/ la negra rosa de carbón diamante”. Llevamos como marca el ideal rosáceo, su estigma se asoma en el cuerpo: “es la rosa del oído, la rosa oreja”, la espiral de una mano que se cierra. Entraña palpitante, visera de oro. El sueño de la rosa es la rosa del sueño.
Hay la rosa mal lograda, la que concita compasión porque rozó el enigma, resolvió la cifra. Supo del comercio en los olimpos. Del mercadeo entre los insignes. La más prometedora. La rosa adánica espigada en el jardín de las delicias antes de perder el equilibrio. La que desorbitó de tallo. La rosa caída. La que estando a punto, se volvió una loca. Mareada en sus efluvios. Flor de-lirio. Enferma. Odorípara. Adicta a los inhalantes. También la rosa mística. Flor de nadie. Rosacruz. Monje del desierto que oculta la caja negra en su punto medio. Parpados cien veces cien que no dirán el sueño. El capullo que no dará a Luz. La que acurruca la perla de la discordia. La almendra invisible. Lo que nos sostiene sin saber lo que nos sostiene. Y si se dice, caemos en lo dicho. Nuez vana y vanas esperanzas. Y la esperanza a secas. Las hay de plástico. Soberbias. Desvarío de la razón. Ínfulas de gloria. Rosetas de ponzoña con sabia lechosa que algunas tribus africanas untan en sus flechas. La rosa cerebral que busca los laureles en la sien. Y ya caída, en su despeluzada melena se muestra la vida de los insectos, empalagándose hasta las barbas de un polen corrupto, hiel de avispas y abejorros del Senado alimentando su piojera. Y la simple rosa presumida del colegio. Envidia de los floripondios que se creen la flor del pueblo. Todos son juegos florales, de niños, para la severidad de una rosínea. Va la altiva rosinante abriendo paso con sus erizos al menor entrometido. Y la esforzada. La que extenuándose se extingue. La del último intento, y al estallido. Las hay perfectas, pero inexistentes. Como la otra rosa, de Jorge Valdés Díaz Vélez, de la otra vida grabada en una lápida imaginaria. La de Borges: “La rosa verdadera está muy lejos./ Puede ser un pilar o una batalla/ o un firmamento de ángeles o un mundo/ infinito, secreto y necesario,/ o el júbilo de un dios que no veremos/ o un planeta de plata en otro cielo/ o un terrible arquetipo que no tiene la forma de la rosa”.
Las rosas del mal. De anginas inflamadas que nos contagian mal de amores. Angiospermas putrefactos que las hormigas no encuentran el modo de arrastrar hasta su nido. Cama de rosas con espinas que inoculan resinas de atadura. Esclavos de los frutos terrenales, de los manjares de a centavo. Fiebre del oro. Grandes cargas se destilan para salvar una sola gota de cogollo. Insectos en redondo de un faro en vilo en un barrio deslucido. Guerra florida y flora intestinal. ¿Pero quién es la rosa? Sueño de volar. Mesa que se eleva. Beso al otro mundo. Jaloneo hacia el abismo. Prado banqueta charco. Ingenuos malvados inocentes. Mano en un muslo de Rosa y mano en las cuentas del Rosario. La vez que no nos detuvimos. La gran hazaña. La peluca al tercer día chueca. Risas por esa despeinada. ¿Quién es la rosa? El Dios y el Diablo. El sueño y un florero.
Rosas arco iris. Pero todas las rosas, la de Lizalde. Él las ha expurgado en todos sus pétalos; las ha puesto bajo atenta observación y conocido sus parásitas alimañas, sus escarabajos en huevo. Ha descrito su comportamiento en situaciones supuestas. Las ha dormido en su propio cloroformo y puesto a reposar en diversas posiciones. Angustiosamente las ha sacudido hasta el último polen, la garrapata aferrada a su fibra. ¿Quién es la rosa y quién el fruto? Qué es el poema cuando se elabora, se trabaja en una flor. Tomó nota de que sólo les faltaba volar. La enferma implume: “Siempre a punto del vuelo,/ es la rosa la hélice más lenta”. Apuntó su límite andariego, belleza en cuello, testuz de cisne: “sería la excelsa bailaora de flamenco,/ si tuviera piernas”.
Pregunta Rilke: “¿Es como ejemplo que te nos propones?” Lizalde pareciera responderle: “La rosa, asunto aparte, no es divina,/ sino humana, un sucedáneo hipócrita/ y poético del sexo y del amor/ ¿Qué rosa, qué jardines/ sin sexo y sin amor carnal tendríamos?” Y qué jardines habría sin cuidadores, sin los sigilosos amantes de rosaleras. Sin ese ímpetu de olerlo, acariciarlo todo. Lizalde defiende al naturalista, al del campo y al de bohardilla: “Única flor que late, dice un herbolario… Se ha mostrado el hecho con estetoscopios/ en extremo sensibles”.



La rosa enferma

A Miguel Ángel Rodríguez

Yo también la rosa
la rosa también la rosa
pero imposibles
la rosa misma
es una mala copia
de su modelo ideal
Las de tela y nailon
superan duración
pero tampoco rosas
La rosa conocida
equivocó de nombre

Yo también la rosa
pero la errónea rosa
la que se huele
al pasar por un negocio
la que apenas se toca
y ya tiene que irse a su trabajo

La rosa que solicita calzador
la del manchón en centro
transparencia descocida
amor con avispas
La perfecta
con su leve cojera

El instante eterno
casi empalagado
con repentino
dolor de estómago
¿alguien conoce
un doctor cerca de aquí?

Yo también la rosa
la del mal nombre
que no es aérea
náutica ni andariega
de bichos en su centro
de musgo en el florero
primer ensayo desastroso
La que conoce
desde su ser profundo
la vida en los insectos.

22.6.09

Lumbres y deslumbres

Lumbres y deslumbres

21 de junio de 2009. Llevo más de siete meses viviendo en Nairobi, Kenia. Suficientes quizá para arriesgar algunas conclusiones. No, conclusiones no: primeras impresiones, ¿acaso hay segundas, terceras? Es verano en el hemisferio Norte, aquí comienza el invierno. Suave y que no cala sino hasta muy entrada la madrugada. Desde mi cuarto, pese a la llegada del frío, se ven en flor las rosas del desierto y en esplendor las acacias de tallo amarillento. En muchos sentidos, no sólo en Física o Meteorología, la vida aquí es al revés. África, qué duda cabe, es la otra cara de la medalla, el lado inverso de Occidente. Para quienes gustamos del palíndromo, internarse en África es leer la historia en capicúa. Por decir sólo un ejemplo, en esta región se ha encontrado el fósil de homínido más antiguo del mundo; en los albores del siglo XXI, se encuentran aquí los aires del primer hombre; este primitivismo es el otro lado de la tecnología y del hombre al último grito de la canción en turno. Pero como dijimos, es una misma medalla, el grito ritual de las tribus colinda con aquel, digamos, del concierto o de un gol de domingo. Mirada inversa: desde aquí comprendemos los ecos del allá. Hoy que la idea de progreso ha caído, se puede asegurar que Occidente no está a lo lejos, a unos cuantos escalafones de África, esta región es su espejo, o si se prefiere, el cristal para comprenderlo mejor: la cercanía entre primitivismo y posmodernismo es una realidad. Más que un avance, lo que ha habido es una transfiguración. La posmodernidad podría entenderse como un arcaísmo de otra forma, una variante del origen. África, punto de partida sin que la Historia se vea partida.
Esta región nunca ha tenido algún tipo de ideología, al menos no una homogénea y unificadora. Su elemento ha sido ser un mosaico semejante a las hordas y manadas que conforman su territorio. Su organización tribal los ha ejercitado en la otredad, la cual, para bien o para mal, desemboca en la guerra o en el tratado de paz. A diferencia de la cultura occidental que buscó en diversas ocasiones la unidad, de pensamiento, de Estado, África del Este sigue siento igual de fragmentaria que hace miles de años; a la manera de los ecosistemas, cada tribu de forma peculiar se relacionó con la naturaleza. Aunque no ha habido una corriente de pensamiento universal, sí ha habido ideas dispersas, ideas que no forman un cuerpo conceptual que abarque una visión del hombre y de la sociedad en su conjunto. La misma dispersión a la que aluden los tiempos posmodernos se repite en la organización tribal de África, o viceversa, ya que tratamos sobre la tierra del palíndromo. A la ideología y la institución religiosa, se opusieron los usos y costumbres y el esoterismo; una de sus gracias es que no tiene el rango de ley moral o ética, no se conforma un cuerpo conceptual sólido de deberes y creencias, formando sociedades limítrofes: no hay hegemonía ideológica ni territorial. El resurgimiento de una cultura esotérica en Occidente (como todo esoterismo, integracionista: el Feng Shui convive por igual con los amuletos de diversas aleaciones y los horóscopos de la revista semanal), se acopla con naturalidad al esoterismo africano. Una sociedad posmoderna, más allá de la ideología, como a su pesar diría Terry Eagleton, y más acá del esoterismo, se entiende con este extremo. Quizá por primera vez en la historia, todas las culturas viven en el mismo tiempo.
Ahora entiendo que tribu y tribulación son palabras colindantes. Una vez más, el misterio de las cercanías fónicas. En enero de 2008, los problemas postelectorales de Kenia desembocaron en la guerra tribal, Lúos contra Kikuyos, y fueron miles los que murieron. Nairobi se alzó en llamas. Los ideales de Estado-Nación, creados por Occidente e implantados a fortiori en una región donde su natural es ser fragmentario, han potenciado la violencia. Sobra decir que la idea de progreso contribuyó a fomentar la diferencia entre las tribus “progresistas” y aquellas, las “atrasadas”. El paisaje estepario, de geometría horizontal, incluidas las ramas de las acacias que como ningún árbol aspiran parecerse a la planicie, eran una metáfora de la horizontalidad de las tribus, alteradas ahora por el discurso escalafonario, montañoso, del Progreso. De un progreso, por demás, en decadencia. Esa es la paradoja que les toca a todos los absolutismos, convertirse en todo lo que habían negado en sus inicios. Recordando el verso de Cernuda, “donde habita el olvido”, puede entenderse que el sosiego de las tribus, con sus brotes de violencia acostumbrada, hizo que se despertara y saliendo del olvido, exigiera su parte en la repartición del nuevo Estado. Sin embargo, sigue habitando el olvido, las tribus están habitadas por el olvido. Esa es su gracia y su desgracia. No saben que sus tribulaciones, de sequías y tormentas, se deben también a la mano del hombre. Y como tribus que son, carniceras a veces, ejercen la violencia contra las inclemencias de nuestro tiempo.
Son 42 tribus las que conforman este país. Las más numerosas: Kikuyu, Lúo, Kisi, Kamba. Cada cual tiene su propio idioma. Algunas están hermanadas por la cercanía lingüística a las lenguas bantú. El suajili, idioma oficial de Kenia, es la única lengua de origen africano que tiene el rango de oficial, los demás países han asimilado lenguas occidentales, como el francés, inglés o portugués. Sin embargo, es sorprendente que hoy día cada tribu continúe hablando su propio idioma. Esto hace que su cultura siga viva. Basta adentrarse en las comunidades para constatar que sus usos y costumbres se sobreponen a toda época. Se puede acaso correr el riesgo de afirmar que son los mismos desde la verdura de las eras. Esto nos lleva a un dilema: ¿Será necesario que Kenia altere los usos y costumbres de sus tribus para poder lograr la riqueza de las demás naciones; perder en cultura para ganar en economía? La respuesta apenas tiene que pensarse: No. Hoy día, las naciones pueden insertarse en el nuevo juego global sin que tengan que volverse a una ideología, en especial a la del progreso. Los Estados tribales ya no pueden ser vistos como atrasados o arcaicos, simplemente porque ya no hay atrás ni adelante. Si ya no prevalece la idea de un pasado oscuro y un futuro promisorio, queda sólo el presente: lo único que cuenta es nuestra circunstancia actual, y en esto, todos, todos, estamos en igualdad de circunstancias.
Esta idea no es nueva, no vivir más que en el presente se refiere también a la época clásica, al carpe diem o al Dios Kairós de los griegos. En la época moderna, Einstein se encargó de relativizar el tiempo, quedando uno: el presentismo. Sin olvidar a San Agustín que a la triada de los tiempos les antepuso el presente: presente-pasado, presente-futuro, presintiendo así (o mejor: presentando así) no más de uno. África ha sido puro presente, desde que el hombre es hombre (o si se prefiere, ya estando aquí, desde que el homínido es hombre), ha descreído de cualquier visión de futuro promisorio. Coincidencia reveladora: en la región donde encontramos al homínido más antiguo, en la cuna de la humanidad, la sociedad sigue siendo igual de original que antes. A la cuna no le siguió el tálamo, la casa, la pirámide el edificio. Algún conocimiento milenario mantuvo a este pueblo en un estado, por llamarlo de algún modo, de sencillez tradicional. La coincidencia es mayor, no sólo la caída del vuelo progresista nos pone de nuevo al mismo nivel de esta cultura: el ecologismo de nuestra época, no tan voluntario como lo fuera en otras (la inminencia de la catástrofe nos obliga), se corresponde con la convivencia armoniosa de los africanos con su entorno. La civilización occidental vuelve a considerar la naturaleza como una madre, la Madre Tierra, y no como una patria, un padre bajo nuestra potestad. De la patria potestad volvimos a la maternidad: recién nacidos, inocentes. Al origen por fin. El Cristianismo arraigó la idea apocalíptica del Fin del Mundo, el finis terra que llegaría el Día del Juicio, o quizá más pronto, sobre explotando el planeta. Sin embargo, en distintas épocas hubo actitudes distintas, el Romanticismo trató a la naturaleza como una fuente de inspiración y sabiduría, igual que la religión animista de África considera su flora y su fauna como algo sagrado; y ésta es una gran coincidencia de los tiempos. Inversamente, Occidente regreso a África del Este. El palíndromo se cumple.

19.5.09

Baobab: Tener madera de papel

I (de IV)

No termino de entender la insólita belleza del baobab. Sus inusitadas cualidades, a lo mucho, ayudan a conocerlo, no a comprenderlo, y aún menos, a admirarlo. Sus tantas gracias, no revelan el misterio de su belleza. Pero aquellos que gustan de datos, a fin de ganar la trivia de la sobremesa en turno, tengan en cuenta que entre sus diversos talentos, el baobab tiene una capacidad regenerativa impresionante, sanando con rapidez los daños ocasionados por elefantes y otros depredadores, que de no ser por esta facultad ya hubiesen cedido ante los fuertes embates paquidérmicos y serían un espécimen extinto. En abril de 2004, murió el baobab más grande que se ha registrado en África, se encontraba en los alrededores de Tsumkwe en Namibia, y lo llamaban Grootboom [gran árbol]; Grootboom era el ser vivo más longevo del Continente. Quizá ahora ocupa su lugar el grandioso Chapman, de Botswana. En francés, el nombre común del baobab es arbre de mille ans [árbol de mil años]. Y no se equivoca, hay baobabs que han sido datados en miles de años –aunque el ahuecamiento de su tronco impide fechar con precisión-. Tampoco su nombre común se equivoca: Baobab significa fruta llena de semillas, se han llegado a encontrar hasta 600 semillas en un solo fruto. Contemplarlo es, quizá, ver la misma imagen que alguna vez vio un homínido anterior al homo sapiens. Saber que también fue el paisaje de los primeros hombres, que una tarde pudieron ver la majestuosa silueta del baobab cuando es puesto a contra luz en el ocaso, es una suerte de hermandad milenaria. Uno intuye que desde la verdura de la eras, existe el asombro por la naturaleza, que el mundo nos sigue sorprendiendo. Precisamente en Kenia yace Lucy, el fósil de homínido más antiguo sobre el planeta. Estar en la cuna de la humanidad invita a distintas reflexiones; quizá la más importante: somos una brevedad en la historia y, paradójicamente, somos más antiguos de lo que pensamos. Por demás, la historia de cada hombre, vista a la luz de la historia de la vida, es un instante; en nuestra brevedad no nos queda sino recobrar, como decía Octavio Paz, El olvidado asombro de estar vivos.

Baobab II

II (de IV)

La religión animista, común en África subsahariana, considera que el baobab es un espíritu sagrado. Entre sus facultades curativas, controla las alteraciones mentales y sus semillas son usadas para combatir la calvicie. Debido a que su pulpa contiene diez veces más vitamina C que la naranja, es recomendada como un alimento preventivo contra distintas enfermedades. Su corteza fibrosa se utiliza en los tejidos y su tronco ahuecado ha sido resguardo de todo tipo; los menos afortunados han servido de sanitarios públicos y cárcel de mujeres. Los expedicionarios y naturalistas, o los antiguos mercaderes y viajeros de hace siglos, lo describieron con vehemencia y sobrecogimiento. La primera palabra de su nombre científico -Adansonia digitata-, proviene de uno de sus taxonomistas, Michel Adanson; y de sus hojas en forma de mano, la palabra latina digitata. Su variante en Madagascar no comparte la belleza de su hermano continental, el baobab de Madagascar es más palmera que Adansonia.

Baobab III


Dibujos que Exupéry no incluyó en El principito.





III (de IV)



Ninguno de estos datos curiosos me llevaron a admirarlo. Mi fascinación tiene otro origen. Supe del baobab cuando leí El Principito. Siempre creí que era un árbol imaginario. Me sentí atraído por el peligro que encarnaba, o entroncaba: un coloso capaz de devorar al asteroide B 612. Aunque en el libro, el árbol es citado tan sólo en un par de páginas, se compensa con la intensidad expresiva del episodio. A tal grado, que el mismo narrador se pregunta: “¿Por qué no hay, en este libro, otros dibujos tan grandiosos como el dibujo de los baobabs?” Cuando tuve la oportunidad de conocer los bocetos de baobabs que Antoine de Saint-Exupéry no incluyó en la publicación, confirmé su admiración por este árbol: diferentes versiones de baobabs devorando al pequeño planeta; los dibujos no tenían nada de trágico, eran un paisaje, no un Apocalipsis.

Baobab


IV (de IV)

Pensaba que había sufrido una especie de: “encantamiento arborescente”, seguramente así lo llamarían los libros de magia y fantasía. No podía ser otra cosa, sólo los seres fantásticos hacen encantos. El problema era que los baobabs existían sin que yo lo supiera. Ahora que los he visto y sentido, que ya no son como los imagino sino como son, ahora que puedo compararlos con los dibujos que vi cuando era niño, estoy más confundido. ¿Cuáles son los baobabs en que me abismo, los que me hacen fijar la mirada en el vacío y entrar de nuevo en el ensueño? ¿Acaso el baobab sobre papel y el de tierra firme no comparten un mismo elemento? Quizás, al final de todo, la realidad concreta y el mundo imaginado son sólo una cuestión de percepción. Los árboles de papel y los de madera de Mombasa acaso son los mismos. Como sea, ambos me maravillan. En sus ramas alambicadas, a la manera de un coloso que recién nace y realiza ejercicios de estiramiento, a la manera de un monstruo que se arrepiente y en su estático nos estremece por su misteriosa belleza, habita el imperio de la forma. Un humilde imperio. Una vez más, para llegar al sueño de la rosa, con poco basta.

23.4.09

Baobab. Jugar al árbol



Cómo saber el sueño de la rosa, se pregunta Salvador Elizondo, como inquiriendo la manera de llegar al centro de las cosas. Y ya que hablamos de rosas, recuerdo el libro de poesía de Eduardo Lizalde, Rosas -y sus traducciones a las de Rilke-, otro que también se pregunta si se puede viajar al centro mismo de las cosas, no tengo a la vista sus versos, pero dicen algo así: "Pero ¿qué cosa dicen de las cosas los nombres?".

No llegaremos al centro. Nuestro natural es ser tangente. Al menos nos conforma saber algunas cosas. Siempre he admirado a los exploradores. Esos ornitólogos que no sólo se conforman con contemplar las aves y se regalan el arte de dibujarlas. Yo he cumplido con mi pequeña ornitología: he conocido la rara avis del Baobab. Sin querer conocer, como los buenos exploradores, de las tantas cosas.
He llegado al fruto del Baobab. Lo he comido y he guardado sus semillas para usarlas de fichas en el juego de Mancala, mejor conocido en esta región como Bao, una variante jugada en Tanzania. Acostumbraba a jugar Mancala en México, en un tablero muy sencillo de dos columnas, las semillas que usaba eran de Café. Se cree que el Mancala es el juego más antiguo del mundo, precisamente los tableros más antiguos se han encontrado en esta región de África, en Kenia y Etiopía.
En Mombasa, no perdí la oportunidad de comprarme un Mancala del estilo tanzano. Sus fichas serán las semillas del Baobab. En este fruto verdoso y aterciopelado que encontré al pie de un Baobab, se guardan cientos de semillas, listas para saltar en las casillas del Bao (bab). El juego más antiguo del mundo jugará con las semillas de un Bao-bab acaso milenario. Unidos por sus letras, por el tiempo, y lo más importante, por el juego de la vida.

17.4.09

El camino a Mombasa lleno de Baobabs


Cuando supe que el camino al puerto de Mombasa, partiendo de Nairobi, permitía contemplar cientos de Baobabs a pie de carretera, decidí ir tan pronto como fuera posible. Así lo hice el pasado 10 de abril. Los Baobabs me hicieron recordar la primera ilusión que tuve por conocerlos, cuando leí el libro El principito. En un principio, creía que eran árboles imaginarios. Después, cuando leí la vehemencia con que Octavio Paz se expresaba de los banianos, sospeché que, en efecto, existen los árboles fantásticos. No son los árboles del conocimiento, bíblicos, son los árboles del sentimiento, el árbol familiar. Ya en Mombasa, durante una de esas noches portuarias, recordé la primera vez que fui atraído por un árbol: mi padre, profesor universitario, aprovechaba su prestación de bono de libros cada fin de año para llevarnos a la librería de la universidad . En alguna ocasión, todavía niño, elegí un libro de Botánica cuya portada mostraba las coníferas gigantes de los bosques de California. Por supuesto, más atraído por la imagen del árbol que por los contenidos vegetales del libro.

16.4.09

Era del año la estación florida. Sobre el ecuador es en Noviembre. Este mes llegué a Nairobi


¿Cómo iniciar la escritura de un blog? Anne Carson, en su libro Man in the off hours, recordó que las historias se iniciaban, en la época antigua, no con una fecha de calendario sino con un dato anecdótico, un acontecimiento. Y me recuerda el verso Era del año la estación florida, cuando llegúe a Nairobi. En cambio, Amos Oz, se refiere a los inicios con la intesidad de la imagen, y recuerda aquel comienzo de la novela de García Márquez: vaca y gallinazos que aperecen en el balcón de un edificio de cabildo. Quizás deba iniciar con una advertencia: escribiré un Parte de Diario y libros de poesía. Pero no es cierto, inicié con una imagen: una foto de baobab. Árbol de origen mítico: cuenta la historia que alguna vez el baobab, arrogante por su grandeza, fue castigado por los dioses sembrándolo de cabeza; por ello, a la distancia, parece ser un árbol al revés, árbol que lleva por follaje las raíces. Quizá este significado resuma mi intención, hacer públicas las raíces que, por más exteriores que sean, seguirán siendo, como diría Octavio Paz, un Árbol adentro.