23.6.10

Diario de África
Una temporada en Kenia



El primer baobab que vi.

Decía Ismael, el de Moby-Dick, que cuando un noviembre húmedo y lluvioso se posaba sobre él, cuando la melancolía invadía toda su piel, entonces, sólo entonces, se hacía a la mar. Miento, no dice que se hacía a la mar, sino que se daba al mar. Entre hacer y dar, me quedo con darse, entregarse al destino. Esta pasión vagabunda la padecemos algunos, mal de viajero que sólo se cura lanzándose al abismo. Así, un 16 de noviembre de 2008, invadido también por ese noviembre húmedo y lluvioso de Ismael, decidí darme a la estepa. Me fui a vivir a Nairobi, Kenya.



África del Este

Año y medio habité un país con un pie en la península arábiga, otro en su pasado colonial inglés y uno tercero en la magia ritual de sus tribus. Conocí la severidad de la existencia y la exhuberancia de la naturaleza. Idilio semejante a la caída del paraíso adánico, paraíso clausurado, paraíso perdido a fuerza de la escasez y una historia que no encuentra el rumbo de su identidad.

La historia de África, marcada por el intercambio cultural, motiva que nos preguntemos, insistentemente, ¿quiénes son los hombres del África Subsahariana? Acaso el mosaico tan disímil que conforman sus tribus; o una imposible copia de Occidente intentando a como sea una democracia auténtica; o el crisol de culturas que propicia la geografía de África del Este: el Mar Rojo y el Océano Índico han impulsado el paso de sultanes árabes, conquistadores ingleses, viejos exploradores de Portugal —en 1498 Vasco de Gama ancló en Mombasa y Malindi, en Mozambique se habría hecho pasar por musulmán. Diez años después, Mozambique se volvió colonia portuguesa y no se independizó sino hasta 1975— piratas milenarios que hoy día acechan embarcaciones en el estrecho de Mandeb, en Somalia; indios sikhs traídos durante la Colonia inglesa como mano de obra profesional pues la población africana no contaba con los conocimientos técnicos para construir vías férreas o administrar oficinas de gobierno. La única administración que los nativos conocían era la de la naturaleza, guardar el equilibrio. Este conocimiento se oponía a los planes del conquistador: no querían guardar el equilibrio sino alterarlo. Alteración que ha desembocado en una región verdaderamente revuelta. Mezcla que todavía no termina de asentarse. Quizá no termine, el aire de estos tiempos es precisamente el viento de las revueltas. Será labor nuestra tomar al vuelo los hechos, hechumbre esquiva y nebulosa para siempre.

¿Por qué hacerlo, por qué anotar mis vivencias de África? Apenas debía decirse: por salvarlas del olvido, vivirlas de nuevo —o revivirlas si es que están muriendo—, incluso para inventarlas, pues nada existe hasta que no se nombra, hasta que no se cuenta. Como las estrellas, allí están y no las sabremos sino hasta que alguien las descubre, las señala y les da un nombre. En este diario, lo vivido habrá de ser nombrado para cobrar existencia. Nacimiento de una modesta estrella que se suma al catálogo de las cosas de este siglo.

¿Por dónde comenzar? “Por el principio”, reza la expresión popular. ¿Puede haber principio cuando la realidad es simultánea, las cosas suceden a un tiempo y uno debe elegir cuál merece salvarse? De la oferta de eventos, se elige solo uno. Toda selección es exclusión. La memoria trabaja para el olvido, no es aliada del recuerdo, se olvidan tantas cosas y se recupera tan solo un puñado.

Difícil trabajo el del historiador, no lo es para quien escribe un diario. Un diario es una relación íntima de los hechos, se cuenta de acuerdo al orden misterioso que dicta nuestra sensibilidad. No hay un problema del método. No es casualidad que el escritor de diarios no tenga nombre propio. El de novelas es novelista, el de cuentos cuentista, ¿el de diarios? No hay palabra alguna porque no existe el perfil del escritor de diarios ni un esquema del desarrollo de la obra. El diarista es innombrable.

La palabra diarista no existe en español, es una vocablo portugués, se refiere a la persona que realiza labores de limpieza. Su uso corriente se asemeja a la labor del escritor de un diario: escruta su experiencia y hace una limpia de aquello que vale la pena decir, también le sirve al olvido. Al final de la jornada, el diarista se dispone a indagar lo sucedido durante el día, vuelve a sentir, se hunde en sí mismo y recupera de su nebulosa memoria una perla reluciente. La talla y humedece, le da brillo.

Regresamos: ¿Quiénes son los africanos del África Subsahariana? No responderemos, no importa quiénes son sino cómo están. No el ser sino el estar. Nuestro idioma, a diferencia de otros, marca una diferencia entre ser y estar, el primero invita a reflexionar, el segundo a ver y anotar. En el idioma inglés, to be reúne ambos sentidos, produciendo ambigüedades. Recuerdo que la frase “ser o no ser” de Hamlet causó problemas para su traducción al chino, tuvo que agregarse “ser o no ser caca”, pues la palabra ser a secas no invita sino a perderse en disquisiciones. El estar invita a nombrar el mundo tal como está. Esta ha sido mi intención, hacer un descripcionario de mis vicisitudes africanas.

(Como termine cada apartado, escribiré entre paréntesis la historia más entrañable entre África y yo, la de los baobabs, árboles enigmáticos y verdaderamente bellos. Inicio aquí.

Baobab I: Supe de los baobabs por vez primera cuado leí el cuento de El principito. El niño que habitaba el asteroide B612 tenía que podar los brotes de baobabs todas las mañanas, de lo contrario esos árboles enormes devorarían su pequeño, pequeñísimo planeta. La fuerza expresiva de las ilustraciones, con baobabs abarcando la superficie total del asteroide, me impresionó lo suficiente para tenerlas siempre en mentea. Entonces creía que era un árbol fantástico, en el doble sentido que damos a “fantástico”: algo imaginario y además formidable.)


Obama para los americanos

El 4 de noviembre de 2008 se realizaron elecciones presidenciales en Estados Unidos, ese mismo día se hicieron elecciones simuladas en Kogelo, población en la rivera del lago Victoria donde nació el padre de Barak Obama, las boletas electorales sólo tenían a Obama como candidato y la participación de los pobladores fue numerosa. No hace falta decir los resultados, la elección real fue ganada por mayoría y el simulacro de Kogelo por unanimidad, el Barak Obama de Kogelo había arrasado; tampoco las consecuencias, una tiene como presidente constitucional a Barak Obama y la otra sigue bajo el régimen de Mwai Kibaki.


Pinta en una barda en Nakuru, al oeste de Kenia.

Todo Kenia festejó la victoria de Obama. La sociedad tomó las calles y celebró día tras noche. A quienes recorríamos la ciudad, inundada de un entusiasmo singular y una inmensa variedad de recuerdos con motivos de Barak Obama, nos inquietaba una duda: ¿cuáles eran los motivos de la euforia? ¿Por qué se desbordaban de alegría incluso semanas después, si el triunfo de Obama era para los americanos? No hay manera de describir el espíritu jovial y enjundioso que se vivía en la vida cotidiana de esa África del Este, ni tampoco manera de encontrar una respuesta.

Quizás era la esperanza, la voz de la esperanza la que despertaba el gozo de los kenianos. Sólo que en este caso la esperanza estaba perdida desde el inicio: Obama no iba a liberar y a mejorar la situación de Kenia. Vanas esperanzas que aun así no apagaron el ánimo de la gente durante varias semanas. Hay quienes resistimos los días gracias a que no hemos perdido la esperanza, pero hay quienes resisten la vida porque saben conformarse incluso con una esperanza perdida. Más valen las falsas esperanzas a que no haya siquiera una esperanza falsa.

Kenia había tenido elecciones presidenciales a principios de 2008, fueron muy cuestionadas y desembocaron en eventos violentos muy trágicos. A finales de ese mismo año los estadounidenses también tenían elecciones. La coincidencia no era únicamente del mismo año, sino del mismo origen del candidato: Obama era a la vez keniano y americano. Esto autorizaba a Kenia a verse en el espejo de la mayor potencia del mundo. Uno de sus hijos se había convertido en el patriarca de una nación boyante. Obama no era para los kenianos. El hijo pródigo se había convertido en un prodigio.

Creo que por primera vez África sopesó en carne propia la diferencia que puede marcar un sistema o una nación en la formación y la realización de los seres humanos. Obama, de origen keniano, es y no es un africano. Tiene y no tiene el poder de mejorar las sociedades africanas. Es y no es hijo de Kogelo. Kenia vive esta misma tensión, saben que Barak Obama es y no es parte de ellos. Y esta carencia, combinada con la cercanía que da el derecho de sangre, hace que Kenia se mire en un espejo cuya imagen refleja la imposibilidad de poder seguir los pasos de su hijo, fue precisamente la orfandad de Obama la que lo formó. Toda África supo por fin que la madre patria pede destruir o salvar a los hijos de la nación, y que sus hijos no están condenados.

(Baobab II: A mi llegada a Nairobi intenté hacer un recorrido por las librerías y conocer la literatura del lugar. Allí encontré diversos libros sobre el baobab y, sobre todo, la ruta que tenía que seguir para poder contemplarlos de frente. Me enteré que en el parque Arboretum de Nairobi había dos baobabs pero que no valía la pena hacer la visita pues los árboles se encontraban en malas condiciones. Nairobi, una ciudad con gran altitud no favorece el buen crecimiento de estos árboles, había que ir a la costa o tierras mucho más bajas. Mombasa era la mejor opción.)

Serengueti

En noviembre de 2009, otro noviembre, viajé al Serengueti, región de la tribu Maasai Mara con la migración de animales más numerosa del mundo, millones emigran de Kenya a Tanzania y viceversa, según cambien las condiciones alimenticias del entorno. Migración espectacular que sorprende aún más cuando los animales franquean diversos peligros a fin de continuar su empecinado recorrido. Contemplar las hordas interminables —sobre todo de ñus—, en medio de una absoluta planicie parecida a la misma horizontal que guardan las desperdigadas acacias, invade de una profunda conmoción, temperada por la tranquilidad que proyecta un paisaje quieto y silencioso. No se sabe si esa calma viene de la experiencia ante la inmensidad, igual que frente al mar o al alzar la vista al cielo, o quizá de una sabia conclusión: estos animales, este paisaje, este sol crepuscular y esta lucha por la subsistencia han sido y seguirán siendo por los años de los años. Si nada alterará este orden, no habrá porque alterarse uno; sosiego, tranquilidad del alma.


Rebaño de ñus en estampida en el Serengueti, llegan a ser más de un millón.

Nos llena de una extraña tranquilidad que la vida se conduce del mismo modo desde siempre y que el siguiente día y todos los noviembres de Noviembre serán igual. Quietud acaso porque la naturaleza se organiza y se regula por sí misma. No hay mano del hombre, no hay poder humano que altere las cosas, si viviéramos allí nadie nos sorprendería con cualquier tipo de crisis. Crisis a causa de los hombres, claro. Riesgo cero frente al poder de la humanidad. Eterna repetición que se contrapone a la idea de progreso y de explotar y manipular la naturaleza. Causa quizá de la angustia que imperceptiblemente vivimos en nuestra tierra, temerosos del cambio sin fin. Sin fin porque nunca termina, sin fin porque no tiene sentido alguno.

Las hordas permanecían bajo el asecho constante de diversos depredadores, felinos de peso completo: chitas, leones, y uno que otro leopardo que las observaba desde lo alto de una acacia. Pocas acacias pueblan la estepa, a pesar de ser espinosas, no se salvan de ser devoradas por los herbívoros, sobre todo cuando apenas están creciendo y sus espinas no tienen la consistencia capaz de causar daño. Una acacia adulta es una gran sobreviviente, ha sobrevivido a elefantes y jirafas, su alimento preferido.

De Nairobi a tierra Maasai, domina en el paisaje una especie de acacia casi mística, a la que llaman “acacia silbante”, árbol endémico de África del Este. Sus espinas tienen forma caprichosa, igual a cascabeles con una punta larga sobresaliendo. Las hormigas habitan la parte esférica y la llenan de orificios. Cuando los vientos alisios o cualquier corriente de aire fricciona a su paso por los pasillos interiores, se produce una especie de silbido. De pronto, el silencio de la estepa emite un silbo parecido a la agitación que produce el viento previo a la tormenta. Salvo que aquí no habrá inclemencia, el ruido contrasta con la inmovilidad, con la estática de estos valles infinitos. Sólo frente a este paisaje se entiende el origen de la palabra infinito: tierra sin fin, finis terra. Ruido que no atormenta, adormece como una caricia en la cabellera espigada de un niño a punto del sueño.


Junto a la bella acacia amarilla.

Me sorprendió descubrir que los animales guardaban momentos de tregua, como si supieran que la cruel aventura de devorar unos a otros fuese meramente en extrema necesidad, en casos in extremis. En tiempos de paz es común ver manadas de venados y otros cérvidos en las cercanías de los felinos y bestias feroces; claro, siempre con cautela. No hay dolo al momento de declarar la guerra. Es el hambre lo que obliga lanzar las garras contra una grupa, de cebra, de ñu o de gacela. Violencia que a fuerza de no ser gratuita produjo en mí una noble comprensión hacia esa muerte sanguinolenta de animales inocentes.

La saciedad es una regla común en los depredadores. No cazan por placer, ni siquiera a fin de que ensayen sus cachorros. Necesidad biológica que los inclina, irremisiblemente, a la depredación. La tregua es sincera. Zarpazos, embestidas y colmillos ponzoñosos se hunden con la mayor economía, a la mesura debida.

En uno de los safaris, ocurrió que se plantó frente a mí una hiena. En lugar de atacar se echó sobre la tierra remojada y fresca. Creí que mi andar la asustaría o al menos la incomodaría. No fue así, permitió que estuviera cerca de ella y la contemplara el tiempo que quisiera, así lo hice mientras la hiena cambiaba de posición para refrescar otras partes de su cuerpo o simplemente jadeaba viendo de un lado a otro. Su movimiento y sus maneras hicieron sentirme frente a la presencia de un perro, sus ojos de odio reconcentrado me retuvieron de acariciar su lomo, salvándome de un posible ataque. Esta proximidad, y el lento pasar de los minutos, produjo momentos de asombrosa comunión. Durante algunos instantes la hiena y yo estábamos entrelazados por un inexplicable vínculo. Acaso el de ser ella un habitante más, como yo, de este mundo. Igualdad de estar vivos los dos en el mismo lugar y al mismo tiempo que me hermanó a ella como nunca me había sucedido con otros animales, con quienes también comparto, por supuesto, esta afinidad.

Son tantas las diferencias entre una hiena y el hombre que llegar a esta simpatía requiere de situaciones propiciatorias. El hecho de que estuviésemos los dos solos, en medio de una extensión de pastizales sin fin, favoreció que las difíciles afinidades salieran a flote. Comulgamos por fin. Hermandad con la naturaleza y con los animales que supongo todos hemos sentido alguna vez. Acaso una mañana especial en que creemos que el aire entre las ramas de los árboles nos dicen algo que comprendemos sin saber cómo ni por qué. Entendemos que hay un extraño lenguaje profundamente armonioso que por un segundo nos incluye y nos revela el misterio de la vida.


Hiena de frente a los ñus, serenguetti.


Fue allí, en ese preciso momento, que decidí escribir un libro de poemas a animales, Bestiario de África. El primero fue, precisamente, a la hiena:

La hiena

De cadera caída y de ánimos también: a veces tigre y otras perro carroñero. No encaja en los principios de la Estética. Nunca guarda cuadratura y se sale de cuadro. No alcanzará el rango de muñeco de peluche ni habrá globos a su estampa, siempre villana de telenovela. Con un colmillo salido, se ríe porque intuye que Natura no se equivoca. Su pelo arrebujado no es ninguna falencia: unos creemos que su fealdad, como casi todas, tiene un gato encerrado. Su no saber si león o coyote, su no saberse, ya es un encanto.

En evidente estado de alteración, hay quienes la bordan en telas de pijama y en chambritas para niños; los más ilustres, esbozan teoremas parecidos a las arengas de los demonólogos renacentistas sobre la belleza del diablo, abundan en ejemplos de exégesis posmoderna: que el poeta Jean Cocteau intuía este misterio en La bella y la bestia, a la Bestia la rodea un aura de Belleza. Ignorantes y doctos, de remate y medio locos, han sido una minoría que a lo largo de la historia se ha opuesto al canon universal de la belleza, fundados todos en el paradigma de la hiena.

(Baobab III: Proximamente)

Eros el africano

Durante mi estancia en el Serengueti visité las comunidades de la tribu Maasai Mara. Pueblo que vive en pequeñas congregaciones. No permite la sobrepoblación y cuando llegan a ser muy numerosos, una parte de la comunidad se desprende y funda una nueva aldea. El conjunto de chozas, bomas, traza la figura de un círculo, haciendo un cerco cerrado y formando así un patio central amplio. Las chozas son muy pequeñas, fabricadas con estiércol de ganado, la mayor parte del tiempo los habitantes la pasan a la intemperie. Mientras recorríamos el lugar, me desvié del grupo e intenté entrar a una de las chozas, de pronto el guía me detuvo y me advirtió que cuando hubiese una lanza clavada en el suelo justo a la entrada de la bomas, lo más prudente era no asomarse. La lanza clavada significa que un miembro de la tribu está teniendo relaciones con la mujer de esa casa y que no necesariamente es su esposa. Hombres y mujeres tienen relaciones sexuales de forma muy libre. La norma de la comunidad establece que para que un hombre y una mujer tengan encuentros eróticos se necesita únicamente el consentimiento de ambos, no más.

La monogamia es ajena a la cultura maasai, no sé siquiera si pudieran imaginarla como otra manera de vida. Al conversar con un miembro de la tribu y preguntar sobre el amor de pareja, me contestó que este existe, pero que es más importante la comunidad, la sobrevivencia del grupo, el amor a todos los miembros. Los Maasai no sólo pueden tener relaciones sexuales con cualquier miembro de la tribu, sino que pueden casarse con varias mujeres. La poligamia no excluye la vida con una pareja, o varias. Siendo acaso simplista, podría decirse que el amor y el sexo pueden convivir cuando se trata de la vida en pareja y estar separados cuando se tiene una relación de ocasión. En Occidente no podemos disociar sexo y amor: el erotismo adquiere carta de dignidad si se realiza con nuestra pareja, la cual es única. En el doble sentido de “única”: porque sólo es una y además es especial para nosotros, como ella no hay otra.

Este hábito sexual trajo a mi mente otras vivencias africanas, como aquella del sultán de Zanzíbar, en Tanzania, que tenía 64 mujeres; además mis lecturas de antropólogos, como Levi-Strauss describiendo las tribus amazónicas. Entendí en carne propia que la monogamia es un convencionalismo sexual. De la gama de posibilidades eróticas y amorosas, cada cultura elige en relación a su visión del mundo.


Mujer Massai.

Recordé algunos escritores que entienden la monogamia como una norma moral conveniente al sistema occidental. Bajo un régimen de libre empresa, el individuo compite con sus semejantes a fin de subsistir, el otro no es miembro de su comunidad ni se iguala a él, es más bien un rival que se debe rebasar a fin de obtener el éxito económico. La monogamia se acomoda muy bien a una sociedad que se organiza en torno a la propiedad privada. A fin de heredar la propiedad de los bienes es necesario asegurar el parentesco de los herederos, que sean verdaderamente de la misma sangre. Transmitir la propiedad a una descendencia legítima, sin que la paternidad sea dudosa, sólo puede lograrse bajo la estricta monogamia de la mujer.

Las prácticas rituales son un elemento de identidad del continente africano. El rito más extendido en la región del Este es el de iniciación. Los Maasai Mara, cuando inician a alguien en la edad de ser guerrero, a los 16 años, lo circuncidan al amanecer y lo recluyen mientras convalece. Se espera a que su cabello crezca y adornan con aves su cabeza; a partir de entonces se convierte en un guerrero. El rito de paso a la vida adulta es exactamente lo contrario, se cortan el cabello y entregan su panoplia como metáfora de que cambian las armas por la razón, la sabiduría.



¿Acaso Occidente ha dejado de ser ritualista? Es decir, nuestros actos no representan otra cosa? ¿Vivimos únicamente en el sentido directo y propio de la vida? ¿Un baile no es una metáfora que nos inicia en algo? Claro, somos, por mucho, una cultura ritual. Sólo que nuestros ritos son imperceptibles, como seguramente los ritos africanos lo son para ellos mismos. Es muy difícil que una cultura pueda verse completamente a sí misma, definirse por sí sola. En un sentido amplio, nuestros ritos cotidianos, como ir a tomar un café o pasear por un parque, son una metáfora de algo más profundo. Cada cual lo interpreta a su modo. Tomar café, para mí, es la alegoría de la reflexión y el auto examen; una caminata, de la mente que busca despejarse. Así como los ritos varían de una cultura a otra, también cambian de significado de una persona a otra. El rito toma en nuestras sociedades la forma de un rictus.

Los ritos que implican cirugías quirúrgicas, como la circuncisión y la infibulación (mutilación del clítoris) traen consigo bastantes riesgos. En particular, el triste caso de la mutilación de clítoris, común en la región que se conoce como el cuerno de África, a pocos kilómetros de donde estoy. Existe un número considerable de muertes a causa de la ablación de los genitales femeninos. Las operaciones se realizan sin uso de anestésicos y, lo que es peor, sin poder recurrir a antibióticos cuando se presenta alguna infección. La medicina tradicional no siempre basta para tratar a los convalecientes. Los Maasai cubren la herida con las hojas alargadas de una planta de la región, evocando con cánticos que sane pronto el iniciado.

Zanzíbar

Las semanas que estuve en la isla de Zanzíbar, Tanzania, conocí a algunos descendientes del famoso sultán Said de Zanzíbar y Omán y el palacio donde cohabitaba con sus 64 mujeres. No todas residían en palacio, las mayores vivían con sus hijos adultos en casas aledañas. La principal, única mujer con la que se casó, tenía un lugar predominante: no convivía con las demás concubinas, sólo con los hijos de éstas, con quienes desayunaba todos los días en compañía del sultán. El palacio se ha vuelto museo y allí encontré en venta el libro de Emily Ruete, Memorias de una princesa árabe, considerada la primera autobiografía escrita por una mujer árabe, en 1886. La princesa describe su vida en la corte de Zanzíbar y las vicisitudes que afrontó al huir con un comerciante alemán, embarcándose hacia Europa, convirtiéndose al cristianismo y aprendiendo a vivir una nueva vida en Hamburgo. Fue una bella coincidencia que aquellas semanas me hospedara junto a las ruinas del palacio Mtoni, donde nació la princesa Emily, o Salme en su nombre árabe. Los dos tuvimos al frente el mismo mar, el mismo azul Zanzíbar. Acaso los dos intuimos que la vida siempre está en otra parte. Aquí mismo pero en otra parte.


En una barcaza en el mar de Zanzíbar.


Además de ser un lugar verdaderamente idílico, fue el escenario donde se desplegó un sorprendente intercambio cultural entre Oriente, Occidente y África, uno de los sitios más emblemáticos en la historia intercultural de la humanidad. Árabes, indios, africanos, europeos, todos se daban cita en este magnético archipiélago. Era paso obligado por la ruta de las especias de la India, de la seda de Oriente, de la nuez moscada de Indonesia y, tristemente, donde se concentraba el tráfico de esclavos. Trata de negros que no fue prohibida en Zanzíbar sino hasta el siglo xix. Podemos imaginar, seis siglos atrás, el despliegue de un rico intercambio mercantil a la vera de batallas por el dominio de la región. Quien gobernara Zanzíbar tenía las llaves de la ciudad portuaria más importante de aquella época.

Caminar por la ciudad es caminar por las culturas, fusión que le da una identidad única. Sus calles estrechas, laberintosas y bulliciosas nos trasladan a otro tiempo. ¿Cuál? El de bucaneros, exploradores, piratas y sin duda, serios buscadores de otra vida. Solo un mexicano vive en esta isla, casado con una tanzana; o si se prefiere, dos mexicanos: él y su pequeño hijo. Me cuenta que llegó por azares del destino, buscando trabajo en los hoteles de alto turismo. Hablando de cosas únicas, esta isla es el único lugar en el mundo donde habita el mono colobo rojo de Zanzíbar. Al cual, justamente, escribí un poema de mi Bestiario:

El mono

Si llevara hojas de parra, así como cubren las partes del buen Adán, se las tragaría. Sin lavarlas, jamás lavará frutas y verduras. No medita en redondo y muerde a golpe las tetas de una changa. No alinea la caída de sus pelos ni da trato discreto a su cola serpentina. Cada miembro de su cuerpo se entrega a sus haberes. Sus meniscos se dan a la acrobacia sin guardar la gallardía. Se avienta en plena ostentación de desfiguro. Usa sus coyunturas a pierna suelta y presume lo mucho que se puede hacer con un par de brazos parecidos a los nuestros. En comunidades conservadoras, les ha dado por instruirlos en el garbo y buen vestir, los emperifollan de cabo a rabo; algunas incluso los obligan a clases de catecismo y alistan para su primera comunión. Empresa inútil: suelen arrancarse los ropajes y quitarse el tapaboca para mostrar un enorme bostezo con los hilos de baba que tanto repugna a quienes los corretean de nuevo para engomarles el pelo y ajustarles moño al cuello.


Faltaría un poema también a las tortugas gigantes de Zanzíbar.


Mientras daba una larga caminata por las callejuelas estrechas de la ciudad, un niño me salió al paso y me invitó a conocer la casa donde nació y vivió Freddy Mercury. No le creí pero me pareció una argucia tan rara que me dirigí adonde me decía. La fachada se encontraba tapizada de fotos de Freddy Mercury y de comentarios sobre su nacimiento y su vida en Zanzíbar. En efecto, allí había vivido el vocalista de Queen. Su padre era burócrata de la colonia inglesa y la familia era parsi, de la India.

No fue la única vez que supe de algunos artistas que habían tenido su residencia en esta región del Este de África. Incluso del paso de Julio Cortázar por Mombasa. Mi sorpresa se convirtió en una reflexión: solemos creer que se necesita llevar una vida totalmente occidental para sobresalir en nuestro oficio y nos resistimos a aceptar que se puede vivir en la periferia o en los extremos de Occidente sin que esto signifique estar marginado o excluido. Esta actitud centralista funciona igual cuando hablamos de México: se cree que la única manera de desarrollarse es yendo a vivir a la Ciudad México. Ese momento en Zaníbar me ayudó a tener una visión mucho más amplia sobre las experiencias de vida de los demás. Somos ciudadanos del mundo y cuesta aceptarlo; nos gana el localismo, los asuntos de diario en nuestra ciudad y no nos abrimos a comprender otras formas de vida y de entender la realidad. Limitación que nos puede costar mucho en la era de la hiper globalización.

Nairobi en llamas


El conflicto postelectoral.


El mismo año que llegué a Nairobi se habían asesinado a causa de un conflicto electoral más de 1500 personas. Las elecciones presidenciales estuvieron marcadas por prácticas fraudulentas. El conflicto llegó a su fin en febrero de 2008 cuando el presidente Kibaki y su opositor, Raila Odinga, formaron un gobierno de coalición. Hay que decirlo: la democracia se vuelve difícil en un país que ha sido fragmentado por la política colonial que ejerció Inglaterra, favoreciendo a la tribu Kikuyu y generando así un desequilibrio social, alentando el odio tribal. Este fenómeno es común en los países colonizados: el gobierno colonial toma por aliados a ciertos grupos y desestabiliza la armonía de fuerzas existente antes de su llegada. En el México colonial sucedió lo propio: en un primer momento, España privilegió a sus aliados. Sin embargo, los países colonizadores tienen una manera distinta de dirigirse a los países conquistados. Inglaterra no sembró el desarrollo en África del Este, fue una colonia que apostó por la explotación de los recursos, no por la organización social de los territorios en ultramar. España, pese a la crueldad de la conquista y el exterminio de la cultura Mesoamericana, una de las más ricas del mundo, intentó hacer la ciudad de Dios en la Nueva España. Las ideas de San Agustín de lograr una convivencia armoniosa y de las órdenes religiosas mendicantes a favor de incluir a los indígenas en la organización de la ciudad ayudaron, aunque magramente, a sembrar las semillas de una nación incluyente. Durante la colonia, en África del Este no se construyeron ciudades. Se erigieron fincas para cultivar té y café, se montaron plantas para tratar recursos naturales, no para garantizar el bien común. Extraño que los ingleses, padres de la libertad individual, subyugaran a sus colonias y que la Nueva España, hija de la contrarreforma y la dependencia jerárquica a la Iglesia y la Monarquía apoyaran ciertas libertades para los indios. Nunca será lo mismo haber sido conquistados por Inglaterra o Alemania que por España, quien por cierto vivía la efervescencia de sus siglos de oro. Nos conquistó en el esplendor de su cultura, apogeo que contagió, para bien o para mal, la vida de la Nueva España.

Después del conflicto electoral, la revista literaria Kwani? [¿Y entonces?] convocó a escritores kenianos a escribir sobre la tragedia postelectoral. Me impresionó tanto la participación de los intelectuales que me animé a traducir algunos poemas para publicarlos en México. Sin el apoyo de Duncan Onyaro no hubiese podido comprender las expresiones coloquiales y las referencias en lengua suajili. Cito uno de los poemas que más me gustó:

Kenia, en retrospectiva

Keguro Macharia

1.

En retrospectiva

Habría sido:

2.

El censo se ha hecho en las localidades de Kenia

ya tenemos

el conteo de los cuerpos

Ayer el profesor expuso

la diferencia entre los muertos y los vivos

Hoy la lección se ha puesto en práctica

Las prácticas profesionales

son nuestro fuerte en el sistema educativo

Al final del año

contaremos

nuestros logros

3.

Mientras yacía tranquilo en su selvático refugio

se regodeaba en su sosiego

ahora perpetrado por este genocidio

4.

El panga–jabón limpia limpio

El panga–poder limpia la limpieza

[Nota. Panga: marca de jabón popular en Kenia; a la vez, significa machete en idioma suajili.]

El panga–jabón limpia las manchas

El panga–poder acaba con las manchas

El panga–jabón limpia lo sucio

El panga–poder elimina la suciedad

Panga

para toda ocasión

5.

La savia de los cuerpos en la morgue;

Flores sobre el suelo regado en sangre

6.

A fuerza de hacer historia

nos hemos vuelto

un hecho histórico

Nuestras caras sin rostro

solían contar historias de siesta

imperturbables

por la historia.

7.

Desaparecido.


En canto


El colorido de las matatus.


Los juegos verbales del poema nos invitan a pensar en el valor estético de la poesía y el habla en la cultura africana. En particular en la región de África del Este pues es la única que conserva como idioma oficial una lengua de origen africano, el suajili, seguramente milenario. Los demás países han adoptado idiomas occidentales, sobre todo el inglés y el francés. Incluso Sudáfrica, que luchó con entereza por su independencia, cuenta con idiomas occidentales, el inglés y el afrikáans, de origen holandés. El suajili se desarrolló en la costa este y para poder escribirse se apoyó en las grafías árabes, de tal modo que se convirtió en una lengua escrita hace pocos siglos. Sin embargo su riqueza estética proviene de la oralidad de sus mitos y cantos. Los pueblos que no conocieron la escritura cultivaron el ritmo de las palabras. La sonoridad se vuelve la cualidad más importante en la comunicación social. La transmisión oral, al no contar con medios gráficos para preservar su cultura y su historia, recurre a la musicalidad del lenguaje a fin de facilitar la memorización. La rima, las aliteraciones, los versos medidos son una nemotecnia idónea para retener los mitos y la visión de una cultura ágrafa. Es más fácil que una oración medida y rimada se quede en la mente. En las culturas africanas que carecieron de escritura se perdió en el resguardo de información pero se ganó en sensibilidad rítmica. Pueblos habitados por la música, cosa quizás más deseable que estar rodeado de archivos escritos.




Sólo así se entiende por qué el ritmo lo habita todo. En Kenia la gente canta mientras realiza sus asuntos diarios y baila a la menor nota que escucha. Difícilmente podrían arreglar sus ocupaciones sin un radio a la mano, sin una tonada que cantan entre labios. El ritmo no sólo se nota en el habla cotidiana y en su profunda inclinación musical, también en su andar, en la cadencia de sus ademanes, en el más sutil de los movimientos de su cuerpo. Su canto es un encanto general.

La omnipresencia del ritmo ha llegado a algunos excesos en la vida urbana. Una de las grandes sorpresas en Nairobi es el sistema de transporte público. Las matatus, microbuses y combis extremadamente llamativas, están pintadas al gusto (casi nunca conservador) del dueño o del conductor, siempre con motivos, fotos o frases que igualmente forman parte del gusto personal del conductor. No hay manera de identificar las rutas, cada unidad se estampa y adorna a capricho. Esta práctica un tanto agradable por el colorido y el folclor que despliega está aderezada por una más bien molesta: todas las matatus tienen pantallas y únicamente proyectan videos musicales a punto de reventar las bocinas. A queja expresa de los usuarios, a principios de 2010 se prohibió el sórdido volumen dentro de las matatus. La reacción fue inmediata: los concesionarios hicieron un paro nacional y el país quedó inmovilizado. Presión suficiente para que la ley se abrogara y las matatus continuaran su camino a todo volumen.



Obama rotulado en una matatus.